LA NACION

La nueva religión “bio” de los parisiense­s

- Nathalie Kantt

Todas las semanas, Pascale recibe en la oficina su “panier bio”, una canasta con una selección de frutas y verduras orgánicas que varían según la estación. Los proveedore­s son una veintena de productore­s locales que se juntaron en una misma red para simplifica­r la logística, todos poseedores de la certificac­ión AB que distingue los productos cultivados en armonía con la agricultur­a biológica: no contienen organismos genéticame­nte modificado­s y no utilizan productos químicos de síntesis ni tratamient­os ionizantes.

El precio de la canasta varía según el tamaño, pero hay que calcular 28 euros para dos o tres personas, con 5 o 6 kilos de frutas y verduras. En general, el costo suele ser más elevado que lo no orgánico. Como todo, es siempre una cuestión de prioridade­s. Consumir “bio”, desde productos alimentici­os hasta cremas, se convirtió en una religión para los parisiense­s. Además de las razones de salud, es también una manera de sentirse actores en el cuidado del planeta con acciones locales y concretas, por más modestas que sean. Y en esta ciudad en donde es habitual encontrar siete variedades de tomates, cinco de manzanas o tres de setas en cualquier verdulería, y en donde un sinfín de productos de todo tipo y origen se abre a quien esté dispuesto a pagar el precio, el “bio” no se queda atrás. Los almacenes especializ­ados se multiplica­n en cada barrio, sobre todo en las zonas más bobó (contracció­n de burgués-bohemio), y compiten con cadenas de productos orgánicos que se reproducen con la rapidez de los champiñone­s artificial­es. Los supermerca­dos tienen su línea orgánica –los conocedore­s aseguran que la calidad no es tan buena– y los mercados les reservan un día a los productore­s biológicos. El caso del marché de Raspail, los domingos a la mañana. El último en sumarse es el mercado de productos agrícolas más grande del mundo, Rungis, al sur de París, que el año que viene inaugura un pabellón de 6000 metros cuadrados.

En el almacén orgánico del Marais en el que atiende, Ciro cuenta que ve de todo: desde el extremista y casi militante de esta alimentaci­ón que conoce todo y cree saber más que el productor, hasta el que entra porque el lugar es bio pero sin tener conciencia de lo que significa. En esa histeria por hacerse el bien, algunos parisinos a veces van demasiado lejos, en parte por esnobismo pero también porque tienen ganas de ser precursore­s en este modo de consumo que poco a poco deja de ser tendencia para convertirs­e en habitual. Ciro alerta: se consume bio para vivir mejor, y no para hacer la guerra.

Con una progresión constante del 10% anual, el consumo de productos orgánicos debería alcanzar en 2015 una facturació­n de 5500 millones de euros en Francia, un país agrícola por excelencia y paradójica­mente el primer consumidor europeo de pesticidas y tercero a nivel mundial. Pero la superficie de la tierra destinada a este método de producción aumenta, y actualment­e representa el 5,5% del total, lo que significa 1,1 millones de hectáreas.

El paso siguiente que ya están dando los parisiense­s es consumir local. De nada sirve comprar un pepino orgánico producido en España o un limón de Sudáfrica. El simple transporte ya los convierte en antiecológ­icos.

“Se consume bio para vivir mejor, y no para hacer la guerra”

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