La nueva religión “bio” de los parisienses
Todas las semanas, Pascale recibe en la oficina su “panier bio”, una canasta con una selección de frutas y verduras orgánicas que varían según la estación. Los proveedores son una veintena de productores locales que se juntaron en una misma red para simplificar la logística, todos poseedores de la certificación AB que distingue los productos cultivados en armonía con la agricultura biológica: no contienen organismos genéticamente modificados y no utilizan productos químicos de síntesis ni tratamientos ionizantes.
El precio de la canasta varía según el tamaño, pero hay que calcular 28 euros para dos o tres personas, con 5 o 6 kilos de frutas y verduras. En general, el costo suele ser más elevado que lo no orgánico. Como todo, es siempre una cuestión de prioridades. Consumir “bio”, desde productos alimenticios hasta cremas, se convirtió en una religión para los parisienses. Además de las razones de salud, es también una manera de sentirse actores en el cuidado del planeta con acciones locales y concretas, por más modestas que sean. Y en esta ciudad en donde es habitual encontrar siete variedades de tomates, cinco de manzanas o tres de setas en cualquier verdulería, y en donde un sinfín de productos de todo tipo y origen se abre a quien esté dispuesto a pagar el precio, el “bio” no se queda atrás. Los almacenes especializados se multiplican en cada barrio, sobre todo en las zonas más bobó (contracción de burgués-bohemio), y compiten con cadenas de productos orgánicos que se reproducen con la rapidez de los champiñones artificiales. Los supermercados tienen su línea orgánica –los conocedores aseguran que la calidad no es tan buena– y los mercados les reservan un día a los productores biológicos. El caso del marché de Raspail, los domingos a la mañana. El último en sumarse es el mercado de productos agrícolas más grande del mundo, Rungis, al sur de París, que el año que viene inaugura un pabellón de 6000 metros cuadrados.
En el almacén orgánico del Marais en el que atiende, Ciro cuenta que ve de todo: desde el extremista y casi militante de esta alimentación que conoce todo y cree saber más que el productor, hasta el que entra porque el lugar es bio pero sin tener conciencia de lo que significa. En esa histeria por hacerse el bien, algunos parisinos a veces van demasiado lejos, en parte por esnobismo pero también porque tienen ganas de ser precursores en este modo de consumo que poco a poco deja de ser tendencia para convertirse en habitual. Ciro alerta: se consume bio para vivir mejor, y no para hacer la guerra.
Con una progresión constante del 10% anual, el consumo de productos orgánicos debería alcanzar en 2015 una facturación de 5500 millones de euros en Francia, un país agrícola por excelencia y paradójicamente el primer consumidor europeo de pesticidas y tercero a nivel mundial. Pero la superficie de la tierra destinada a este método de producción aumenta, y actualmente representa el 5,5% del total, lo que significa 1,1 millones de hectáreas.
El paso siguiente que ya están dando los parisienses es consumir local. De nada sirve comprar un pepino orgánico producido en España o un limón de Sudáfrica. El simple transporte ya los convierte en antiecológicos.
“Se consume bio para vivir mejor, y no para hacer la guerra”