Flashes del último acto escolar
Segunda mitad de los ochenta, una mañana de calor de comienzos de diciembre. Estoy en cuarto o quinto grado y tengo que llegar a la escuela para el acto de fin de año. Las clases terminaron hace un par de días y nos queda ese epílogo celebratorio y burocrático antes de entregarnos a la nada de las vacaciones infantiles, un festival que alcanza el éxtasis más o menos para el solsticio y que empieza a opacarse a medida que nos acercamos a febrero y el regreso adquiere los contornos de una bestia distante, convencida de su victoria.
Pero ahora es diciembre y tengo que llegar al acto. En mi casa no hay nadie. Vivo a tres cuadras de la escuela, la número 17 del distrito séptimo, y estoy autorizado a caminar solo hasta ahí. Cuando llego a la puerta, muy sobre la hora (cosa que me altera los nervios, porque tengo incorporado prematuramente un mandato de puntualidad), la mamá de un compañero me dice: “¿Qué hacés sin guardapolvo, loco?” La sangre se me sube a la cabeza como en uno de esos sueños en los que te descubrís desnudo en el aula. ¿Había que ir con guardapolvo?
Vuelvo corriendo a casa, me pongo el delantal y salgo del departamento con la respiración agitada. En el apuro abro violentamente la puerta tijera del ascensor y me agarro un dedo. Literalmente veo las estrellas, puntos de luz que titilan en un instante negro y espeso. Tengo una uña partida y el índice está inflamado como una bombucha rosa; una corriente continua de fuego hormiguea en esos pocos centímetros de tejido. Camino lloriqueando de vuelta a la escuela, mientras la falange comienza a ponerse color uva. Por alguna razón, en ningún momento se me ocurre cancelar mi presencia en el acto. Aparentemente en mi cabeza es una responsabilidad irrenunciable, aunque no tenga que desempeñar ningún papel.
Mi principal preocupación es disimular el dolor y el hecho de haber llorado frente a mis compañeros, mi familia y los maestros. El acto ya empezó. Me incorporo a la fila de mi grado, alguien me pregunta si me pasa algo y le muestro el dedo. Pone cara de asco y vuelve la vista al escenario. Ya perdí la forma humana en la marea institucional. En este contexto es casi un alivio.
Veinticinco años después estoy en el acto de fin de año de mis hijas. Otro distrito escolar, otro mundo, y aunque haya un cierto anacronismo en la estructura del sistema público, el Autotune que sale por los parlantes para musicalizar la coreo reggaetonera de las chicas de sexto me indica que estamos en 2015. Maestros que se jubilan, suplentes maravillosos que pierden la vacante, titulares de licencia permanente que la conservan, palabras de honor, abuelas abanicándose en la media sombra del patio y el desfile de grados con sus abanderados, los campeones de ajedrez y los de gimnasia deportiva.
Todo eso es más o menos igual. La época impone un replanteo general de las metodologías de estudio, los programas, de todo lo que uno pueda replantearse, pero mientras tanto los miembros más desorientados y demandantes de la comunidad educativa –los padres– hacemos lo que podemos con nuestras módicas herramientas. Cooperamos, rezongamos, nos emocionamos, nos dejamos arrasar por nimiedades y a veces perdemos de vista los asuntos de fondo. Buscamos a ciegas nuestro rol en la obra.
La época impone un replanteo general de las metodologías de estudio