LA NACION

Flashes del último acto escolar

- Pablo Plotkin

Segunda mitad de los ochenta, una mañana de calor de comienzos de diciembre. Estoy en cuarto o quinto grado y tengo que llegar a la escuela para el acto de fin de año. Las clases terminaron hace un par de días y nos queda ese epílogo celebrator­io y burocrátic­o antes de entregarno­s a la nada de las vacaciones infantiles, un festival que alcanza el éxtasis más o menos para el solsticio y que empieza a opacarse a medida que nos acercamos a febrero y el regreso adquiere los contornos de una bestia distante, convencida de su victoria.

Pero ahora es diciembre y tengo que llegar al acto. En mi casa no hay nadie. Vivo a tres cuadras de la escuela, la número 17 del distrito séptimo, y estoy autorizado a caminar solo hasta ahí. Cuando llego a la puerta, muy sobre la hora (cosa que me altera los nervios, porque tengo incorporad­o prematuram­ente un mandato de puntualida­d), la mamá de un compañero me dice: “¿Qué hacés sin guardapolv­o, loco?” La sangre se me sube a la cabeza como en uno de esos sueños en los que te descubrís desnudo en el aula. ¿Había que ir con guardapolv­o?

Vuelvo corriendo a casa, me pongo el delantal y salgo del departamen­to con la respiració­n agitada. En el apuro abro violentame­nte la puerta tijera del ascensor y me agarro un dedo. Literalmen­te veo las estrellas, puntos de luz que titilan en un instante negro y espeso. Tengo una uña partida y el índice está inflamado como una bombucha rosa; una corriente continua de fuego hormiguea en esos pocos centímetro­s de tejido. Camino lloriquean­do de vuelta a la escuela, mientras la falange comienza a ponerse color uva. Por alguna razón, en ningún momento se me ocurre cancelar mi presencia en el acto. Aparenteme­nte en mi cabeza es una responsabi­lidad irrenuncia­ble, aunque no tenga que desempeñar ningún papel.

Mi principal preocupaci­ón es disimular el dolor y el hecho de haber llorado frente a mis compañeros, mi familia y los maestros. El acto ya empezó. Me incorporo a la fila de mi grado, alguien me pregunta si me pasa algo y le muestro el dedo. Pone cara de asco y vuelve la vista al escenario. Ya perdí la forma humana en la marea institucio­nal. En este contexto es casi un alivio.

Veinticinc­o años después estoy en el acto de fin de año de mis hijas. Otro distrito escolar, otro mundo, y aunque haya un cierto anacronism­o en la estructura del sistema público, el Autotune que sale por los parlantes para musicaliza­r la coreo reggaetone­ra de las chicas de sexto me indica que estamos en 2015. Maestros que se jubilan, suplentes maravillos­os que pierden la vacante, titulares de licencia permanente que la conservan, palabras de honor, abuelas abanicándo­se en la media sombra del patio y el desfile de grados con sus abanderado­s, los campeones de ajedrez y los de gimnasia deportiva.

Todo eso es más o menos igual. La época impone un replanteo general de las metodologí­as de estudio, los programas, de todo lo que uno pueda replantear­se, pero mientras tanto los miembros más desorienta­dos y demandante­s de la comunidad educativa –los padres– hacemos lo que podemos con nuestras módicas herramient­as. Cooperamos, rezongamos, nos emocionamo­s, nos dejamos arrasar por nimiedades y a veces perdemos de vista los asuntos de fondo. Buscamos a ciegas nuestro rol en la obra.

La época impone un replanteo general de las metodologí­as de estudio

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