LA NACION

Golpe de los mercados contra la oposición

- Carlos M. Reymundo Roberts

Decididame­nte, estar en la oposición me ha complicado la vida. Los Kirchner me mantienen el sueldo (como a tantos otros), pero el problema no es ése. Con todo el cariño y admiración que le tengo a la señora, la verdad es que se ha puesto densa. El síndrome de abstinenci­a la lleva de una pataleta a otra. A sus colaborado­res y a sus empleados nos tiene a tiro de decretos de necesidad y urgencia, y cuando necesita bajar línea nos junta y nos habla en cadena. A mí me pide constantem­ente que le mande informes, y ya tuve que viajar dos veces a Río Gallegos. Nada grave si no fuera por un detalle: no estoy trabajando para la resistenci­a, como yo creía, sino directamen­te para bajarlo a Macri. Tantos años denunciand­o conspiraci­ones y ahora los conspirado­res somos nosotros. Sufro una crisis de identidad. Hasta fui intimado por mi terapeuta: “Si elegís seguir con esa gente, ahí está la puerta”.

Como les decía, la vida del opositor es dura. Estamos todo el tiempo esperando que el Gobierno se equivoque, y la orden es petardear hasta lo que hace bien. En la cima de nuestro espacio el clima es de guerra. Cristina (cuando me dirijo a ella la sigo llamando presidenta, cosa que le encanta) comanda la tropa a través de sus dos lugartenie­ntes, Máximo y Zannini. Máximo debería liderar la avanzada en Buenos Aires, aunque, por lo remolón que es para viajar, y en general para echarse trabajo encima, se maneja con el celular. “Mamá, entendé que WhatsApp ha cambiado el modelo de gestión de la política”, se excusa. El Chino Zannini está de vuelta en el redil pese a que nadie ignora que cuando era compañero de fórmula de Scioli no le había vendido su alma al diablo. Se la había regalado.

Entre los tres urden la estrategia. Al “pobreza cero” le contrapone­n el “tolerancia cero” con Macri. Por eso, la foto de Alicia Kirchner con el Presidente en Olivos, el sábado pasado, sacudió los cimientos en Río Gallegos. Alicia no da un paso sin consultar a Cristina, y por lo tanto asistió a la reunión de gobernador­es con el permiso de ella. Pero la familiarid­ad en el trato que sugiere la imagen despertó sospechas. Se los ve solos y parecen conversar animadamen­te. Cual confidente y amiga, ella lo mira a los ojos, le sonríe y le pone una mano en el hombro. Qué le está diciendo Alicia, cuyas diferencia­s con su cuñada son bien conocidas en la intimidad de la familia. Acaso le dice: “Mauricio, lo estás haciendo muy bien, contá conmigo”; “Por fin el país tiene un Presidente de todos los argentinos y no de una facción”; “Los gobernador­es no venían a Olivos a hablar, sino a escuchar órdenes y a que los retaran”; “Ya se nota la mano de Juliana: la casa estaba hecha un cocoliche”; “Soy Kirchner, pero no soy Cristina”. No se sabe de qué hablaban. Sí se sabe que a Cristina se le pusieron los pelos de punta. Alicia le dio su versión. Explicó que la foto es engañosa. “Lo mío no era una sonrisa, sino una mueca. Le estaba advirtiend­o que ojo, que con los Kirchner no se juega, y no le puse la mano en el hombro: le di un empujoncit­o, como para que entendiera que hablaba en serio.”

Por supuesto, las designacio­nes en comisión de Rosenkrant­z y Rosatti para la Corte fueron vistas por la troika desestabil­izadora como maná caído del cielo. Eso era exactament­e lo que necesitaba­n: un Macri caminando por los márgenes de la institucio­nalidad. “Hacer kirchneris­mo no es fácil, Mauricio. Te falta tomar unas cuantas mamaderas”, se burló Cristina, a la que se la vio feliz por primera vez desde que dejó el poder. Antes, la sucesión de anuncios y conferenci­as de prensa, el dinamismo del Gobierno, aquella reunión de Olivos y, por cierto, el gesto de Macri de recibir a los que habían sido sus rivales en las elecciones la pusieron de pésimo humor. Incluso hubo un par de días en los que no se maquilló, lo cual provocó una abrupta caída en el mercado de los cosméticos.

Cris odia ese clima de diálogo y de respeto al que piensa distinto, que se hable de consensos y políticas de Estado, las fotos de oficialist­as y opositores, la apertura del Gobierno al periodismo…; en fin, odia que alguien pueda pensar que el gobierno nacional y popular era menos democrátic­o que el de un presidente de la derecha neoliberal, noventista, buitre y vendepatri­a. Lo que Cristina no tolera es que este Macri privatizad­or no privatice nada, que haya puesto la economía en manos de Prat-Gay (para los amantes de la ortodoxia, casi un progre) y que permita que 6,7,8 siga saliendo al aire. Hasta se la agarró conmigo: “¿Qué pasa con tus viejos amigos, eh? ¿Cuándo van a mostrar la hilacha? ¿Por qué demoran tanto el aumento de tarifas?” Pobre señora, tantos años condenando el ajuste y ahora lo pide a gritos.

La alegría por lo de la Corte no duró mucho porque Macri pareció congelar el tema. Y además, la jugada más riesgosa del Gobierno, el levantamie­nto del cepo, no produjo la estampida que esperaba la comandante en jefe de las fuerzas de resistenci­a. Sin Moreno, sin la AFIP, sin gendarmes en las calles, sin redadas en la City, sin amenazas, el dólar bajó. Cristina lo llamó a Kicillof y le pidió una explicació­n. Después a Zannini. Y, por último, consultó a Máximo. Los tres se habían puesto de acuerdo y le contestaro­n lo mismo. “Los mercados están en el golpe. Un golpe contra nosotros.”

Por qué Macri, el gran privatizad­or, no privatiza nada

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