La obsesión por Iowa. El estado que marca la carrera por la Casa Blanca
Con poco más de tres millones de habitantes, los resultados de las primarias allí, que empiezan en enero, son considerados como determinantes para las nominaciones partidarias
FORT DODGE, Iowa.– Jan Morey pega calcomanías redondas de Donald Trump en el pecho de personas que ingresan a un auditorio de un colegio a un acto de campaña. Acorde con la estética electoral, viste una bufanda con los colores de la bandera de Estados Unidos. “Me saqué fotos usando esta bufanda con seis candidatos”, dice orgullosa.
Iowa, un rectángulo chato, pequeño, enclavado en el medio de Estados Unidos, en el “cinturón del maíz”, donde viven poco más de tres millones de personas, es una obsesión de los aspirantes a la Casa Blanca. En la antesala de las primarias, todos los candidatos visitan Iowa –varias veces–, todos hacen campaña, y todos le prestan más atención que a cualquier otro estado del país.
Morey ha usufructuado la atención que recibe Iowa: no hay un sólo día en el que no haya un evento político en algún lado. Un discurso, una cena, un asado, una visita a una feria, un local de campaña o un restaurante –la cadena Pizza Ranch es casi parada obligada– o el clásico ida y vuelta en un “town hall meeting”. Todos van en busca de alguno de los “tres premios” de la primaria estatal: al ganador, al segundo y al que rompió los pronósticos. Del resto, nadie se acordará.
“Durante seis meses, somos el centro de la política presidencial de Estados Unidos”, describe Arthur Sanders, profesor de la Universidad Drake, de Des Moines, la capital estatal. “A los votantes de Iowa les gusta pensar que a ellos les toca examinar a los candidatos. No requiere de mucho esfuerzo ver a un candidato. Están acá todo el tiempo”, agrega.
Iowa, un estado chico, fácil de recorrer, es la tierra de la “política minorista”. Los candidatos se deshacen por conocer a la gente, y no es difícil encontrar un evento con 40 personas y un candidato a la mano de todos. Por el tiempo que los candidatos pasan en el estado, la gente puede estudiarlos como nadie más en el resto del país. Y aquí se precian de ello.
En un restaurante de Nevada, un pueblo de 7000 habitantes, Tracy Barker (29 años), radióloga y madre de tres hijos, bebe una cerveza mientras a unos metros el gobernador de Nueva Jersey, Chris Christie, charla con dos personas. “Vimos a casi todos. Es divertido, nos dan mucha atención”, señala Barker. No parece muy interesada en Christie. “Me gusta, pero obviamente no va a ganar”, explica.
Christie piensa distinto. “Nadie votó aún. Todos tenemos una posibilidad”, dice a la nacion el gobernador de Nueva Jersey, relegado en las encuestas, mientras se sirve un plato de garbanzos y chile con queso rallado como un comensal más. “Esta gente le dedica mucho tiempo a venir a estos eventos y conocernos. Es una forma muy buena de examinar a un candidato”, explica.
Hay, también, actos más multitudinarios. En Fort Dodge, Donald Trump, líder en las encuestas de los republicanos, reunió a 1200 personas un auditorio y dio uno de sus discursos más polémicos y recordados hasta ahora, en el que brindó su estrategia para terminar con los terroristas de Estado Islámico: “Los voy a bombardear a la mierda”, dijo. No convenció a todos. “Me preocupa que él tenga el control de armas nucleares, si es que llega a eso”, confesó a la nacion Carl Mattes (77), devoto a ir a los actos a escuchar a los candidatos.
Iowa es una obsesión política por un hecho fortuito. En 1968, el estado ganó su lugar en el escenario político cuando quedó al tope del calendario electoral de las primarias en las que se eligen los candidatos presidenciales. Es el primer lugar donde se vota. Luego, Jimmy Carter, en 1976, fue el primero en seguir la estrategia de ir a Iowa, instalarse y hablar con todos los votantes, ganar y obtener “impulso” para capturar la nominación. Obama replicó esa fórmula en 2008.
Con el tiempo, al ser la primera cita electoral, Iowa se transformó en un fenómeno político único. “Iowa es importante no porque sea Iowa, sino porque se ha convertido en un evento mediático”, explica Sanders. “Los candidatos vienen, y la prensa los cubre. Iowa puede darles el impulso que les permite, luego, seducir a los donantes, recaudar dinero y mantenerse en la pelea”, describe.
Esa influencia está en manos de unos pocos. Un dato: la participación en el “caucus”, un sistema similar al de una asamblea que rige la primaria estatal, es baja. En 2008, un año de concurrencia atípicamente elevada, sólo votó uno de cada seis adultos, poco más de 300.000 personas con un enorme impacto otorgado por su código postal. En Iowa, la gente suele bromear con que un candidato puede –literalmente– darle la mano a cada persona que va a votarlo.
Joyce Emery, una mujer amable de 72 años que sonríe todo el tiempo, recuerda claramente la primera vez que vio a Bernie Sanders, su candidato presidencial favorito. Fue en un acto de campaña, cerca de Ames, el pueblo donde vive. Cuando el acto terminó, Emery se acercó a una de las puertas de salida, esperó a Sanders, y lo saludó con un apretón de manos y cruzó dos palabras. “Me dio hasta un poco de miedo. Pensé que era demasiado accesible”, confiesa.
Ahora, Emery es voluntaria en una oficina de campaña de Sanders. Es un local pequeño, ubicado en la calle principal del pueblo, desolada al mediodía de un viernes, en la que no falta nada: hay un cartel a favor del salario mínimo; una bandera norteamericana con los colores de la bandera gay; un cartel contra la desigualdad, y una foto del papa Francisco con una cita suya llamando a luchar contra el cambio climático. Detrás de Emery, un espejo muestra una frase que en este estado es palabra santa: “La gente de Iowa elige presidentes”.