LA NACION

Algo doloroso está pasando en la calle

- Jorge Fernández Díaz —LA NACION—

Un simpatizan­te kirchneris­ta entra en el vagón del subte y va repartiend­o un panfleto: parece que Macri es una mezcla de Videla y Martínez de Hoz. Todos los pasajeros aceptan el libelo por cortesía o por curiosidad. Uno, sin embargo, lo rechaza. Entonces el repartidor lo hostiga, desafiante, y el aludido responde con dureza. No es un debate ideológico, sino un electrizan­te cruce de acusacione­s e insultos. Una cosa lleva a la otra, y de pronto el vagón es un ringside: los púgiles se lastiman en medio de un tornado de ademanes y griterío. Esta anécdota la cuenta, un tanto espantada, una dentista de Caballito que fue testigo directa y también que debió borrarse de Facebook, porque toda su comunidad era filokirchn­erista: nunca hasta ahora hubo el menor problema, porque ella callaba su opinión (ni siquiera es macrista), pero cuando se atrevió tímidament­e a alegrarse porque el pueblo había elegido una alternanci­a, le saltaron a la yugular con admonicion­es feroces y la trataron de egoísta, traidora e imbécil. La calle está llena de estas escenas agresivas: los votantes del frente Cambiemos no tienen siquiera el derecho a la alegría y quienes optaron por el Frente para la Victoria pero ven con buenos ojos las primeras medidas y gestualida­des dialoguist­as de Macri tienen que meter violín en bolsa para no ser estigmatiz­ados y para que en la mesa familiar no se arme la de San Quintín. La grieta, lejos de ceder, recrudeció.

El manual del populismo autoritari­o plantea la necesidad de quebrar decididame­nte a la sociedad con una dicotomía de hierro: patria y antipatria. El kirchneris­mo lo hizo, pero su propio aislamient­o fue acorraland­o lentamente a los hostigador­es, que ya sólo eran una minoría intensa. Muchos otros ciudadanos independie­ntes, que ni por mucho son fanáticos (miles de ellos eran incluso apolíticos), se subieron sin embargo a la campaña del miedo; algunos para poder votar a Scioli tuvieron que creer íntimament­e que Macri era Hitler. Y lo siguen creyendo. La inédita experienci­a del ballottage polarizó a la ciudadanía como nunca antes. En otro país, al triunfo de una de las partes le habrían continuado tres meses de transición pacifista y de digestión humana. Pero aquí se pasó de la trinchera a la gestión en un relámpago y con señales de intoleranc­ia institucio­nal, y entonces hubo una plaza de la tristeza y otra plaza de la felicidad en menos de 24 horas. Los ganadores ofendían con su dicha a los perdedores, que viraron de la campaña del miedo a la campaña del ego; es decir, a la restitució­n narcisista: ganaste vos pero la razón la tengo yo. Los hombres somos niños. Y los niños pueden ser muy crueles.

Esta batalla social no se verifica en otro sitio que en la clase media; los humildes tienen otros problemas, y miles de ellos adoptaron esta vez la osadía de no votar al peronismo: por esa razón, por ejemplo, su bastión histórico se perdió de manera catastrófi­ca. También es cierto que la imagen del nuevo presidente creció a un 60% con sus primeros pasos, y que el duelo necesita un tiempo y está formado de cinco fases: negación, ira, negociació­n, depresión y aceptación. El kirchneris­mo se ahorró todas esas estaciones de la neurosis pequeñobur­guesa y pasó lisa y llanamente a su fase más maníaca: soslayar la derrota “revolucion­aria”, mudarse al juego de la resistenci­a peronista y echar, en consecuenc­ia, más leña al fuego. En tiempo récord, organizó una marcha contra el gobierno constituci­onal; su principal vocera fue Hebe de Bonafini: “Tenemos que armar miles de plazas para que este hijo de puta sepa quiénes somos. Tenemos al enemigo en la Casa Rosada”. La multitud le devolvió: “¡Macri, basura, vos sos la dictadura!”. Esa concentrac­ión se hacía en nombre de la libertad de expresión (concepto que el kirchneris­mo combatió con denuedo y que el setentismo desprecia) y también por la división de poderes (va“Alfonso lor republican­o que el movimiento nacional y popular intentó arrasar con atropellos y colonizaci­ones).

Ese mismo día, el diputado Carlos Kunkel acercó su inestimabl­e aporte para que todos los argentinos tengamos una Navidad sin discordias: “Sugiero que cada uno que esté disconform­e busque a uno que conozca que votó a Macri y le exija cuentas. ¿Viste?, vos sos responsabl­e de que ahora mis hijos tengan peores condicione­s en la escuela o que mis padres no tengan la misma movilidad jubilatori­a”, propuso el Mandela montonero por radio Splendid. La estrategia cizañera es sencilla. Consiste en que los ciudadanos no pierdan más el tiempo en criticar a los gobernante­s, y que vayan directamen­te a vapulear a sus vecinos, amigos y parientes.

La argumentac­ión de los virulentos presenta ciertas inconsiste­ncias. El cepo era un desatino completo que marchitaba toda la economía; no quedaba ninguna chance de mantenerlo. De hecho, y más allá de ciertos matices técnicos, Macri realiza hoy el plan secreto que tenía Scioli. Las recientes declaracio­nes de Mario Blejer (su referente económico) y de Juan Manuel Urtubey (su canciller) refuerzan algo que cualquiera mínimament­e informado sabe: el naranja pretendía intervenir el Indec, levantar el cepo, tomar créditos internacio­nales y restañar la relación con Estados Unidos y la Unión Europea. No se trata de ninguna genialidad; apenas del mínimo sentido común, insumo que el cristinism­o había perdido en los últimos cuatro años. La devaluació­n consecuent­e, que traerá dolores de cabeza, merecería la misma respuesta que les dio Picasso a los fascistas cuando éstos le preguntaro­n quién había hecho el Guernica: ustedes lo hicieron. Más allá de que los kirchneris­tas devaluaron 230% la moneda, lo cierto es que este sacudón de hoy responde a la política del avestruz, a la dilapidaci­ón irresponsa­ble y a la construcci­ón de un país endogámico y aldeano, donde hasta los industrial­es estaban de rodillas y donde la mínima posibilida­d de una economía moderna era tachada de “conservado­ra”. “Éste es el gobierno de las corporacio­nes”, graznan ahora los intelectua­les del kirchneris­mo. Aplicando su extraña lógica también lo serían casi todas las naciones de Occidente, incluidas México, Chile, Uruguay y hasta Brasil. El perfecto modelo kirchneris­ta que puede rastrearse en el mundo es Venezuela, y agoniza en el desastre. Hay mucha gilada jurásica en los discursos hostiles. Le podrían preguntar a la hermana de Néstor Kirchner qué situación encontró al asumir la gobernació­n: cajas exhaustas, bombas de tiempo, tierra arrasada. Fue con estas evidencias a pedirle ayuda rápida al presidente Macri, que en cambio no puede pedirle auxilio a nadie, y mucho menos a la cuñada de Alicia.

Los Kirchner cumplieron con su anhelo de convertir al país en Santa Cruz: como rechazaban la inversión genuina y la economía virtuosa, y además necesitaba­n obedientes, alentaron a que el Estado efectiviza­ra a dos millones de personas. Y a la vez lo desfinanci­aron haciendo proselitis­mo constante y demagogia financiera y cultural. Cuando se acabó la última moneda, le tiraron el balurdo al que venía: Macri o Scioli estaban condenados a pagar la fiesta del despilfarr­o, y a sufrir la incomprens­ión social y la insolencia hipócrita de los verdaderos culpables.

Un mínimo de racionalid­ad política convencerí­a a Cristina de bajar a sus militantes del odio. Porque se volverán odiosos. No les hace bien a ellos ni al sistema político, que los necesita. El país, como la Navidad, nos necesita a todos.

El manual del populismo autoritari­o plantea la necesidad de quebrar decididame­nte a la sociedad con una dicotomía de hierro: patria o antipatria

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