De “cosa de mujeres” a cosa de todos
Este año, al menos desde lo discursivo, la violencia contra las mujeres dejó de ser un tema privado y saltó a la esfera de lo público en el más literal de los sentidos: ganó la calle. Por primera vez en nuestro país, una movilización de alcance nacional nos sacó a todos de casa aquel 3 de junio para exigir a los poderes del Estado que le pusiera fin a la masacre. Porque hay una menos cada 30 horas, y 330 huérfanos más al cabo de un año.
Hoy la marcha –histórica e inolvidable, porque a muchos se nos vuelven a llenar los ojos de lágrimas cuando recordamos aquella primera visión de la multitud en movimiento– ya es otra cosa. Es un recuerdo, una promesa y un compromiso. Es incluso un libro (NiUnaMenos, de Paula Rodríguez), una página en la Red y exigencias concretas, oportunamente presentadas a los candidatos a la presidencia, y firmadas por ellos.
Es también unos cuantos logros: la creación de un Observatorio Nacional de Femicidios y de otro más, a cargo del Poder Judicial. Es también la certeza, cada vez más firme, de que la violencia contra las mujeres se vuelve un “tema de todos” o se mantiene, como había sido hasta ahora, un tema de nadie, más allá de las pomposas estructuras estatales que se han multiplicado para abordarlo. Otra buena noticia de estos días es que –con la llegada de Fabiana Túñez al Consejo Nacional de las Mujeres– hay una especialista a cargo de estos temas y no sólo una congénere.
Pero, y más allá de los avances y de los retrocesos, lo que sigue girando al cabo de este año en donde
#NiUnaMenos se volvió consigna, cartel y hasta frase hecha es una duda: ¿alcanzará con esto? ¿No se corre el riesgo de que aludir al problema se convierta en sinónimo de ocuparse de él?
Tal vez no esté de más recordar que una muerta es lo que se cuenta cuando ya todo lo que podía hacerse no se hizo. El cadáver-número, la masacre vuelta cifra, es el último eslabón de una cadena de inicios sutilísimos. Arranca en la división de gustos, colores y tareas posibles, y termina en un mundo escindido y terrible, en donde los unos y las otras tienen el futuro escrito desde el pañal. ¿Por qué? Porque, junto con la separación, llegan las jerarquías, los permisos, las prohibiciones. Lo que se puede y lo que no. Las chicas no trepan a los árboles. Los hombres no lloran. Las nenas con carácter son “mandonas” y los chicos que no se chiflan por el fútbol, se convierten en “raritos”.
Y es eso, la argamasa fundacional de todos los prejuicios, lo que no se ha conmovido. Lo que sigue intacto, y respirando. “En la escuela de mi hijo, los nenes les preguntan a las nenas: ¿y vos cuánto cobrás? Lo hacen como un chiste”, me comentaba horrorizada una amiga, días atrás. “Soy un tipo de humor, porque si no no podés tolerar que una chica tan rica, tan linda, haya ganado la provincia de Buenos Aires. Puede gobernar brillantemente, o puede terminar en una red de trata de blancas”, dijo el filósofo José Pablo Feinmann. Otro “chiste”.
Pero el sexismo no es, claro, innato. Es algo que se escucha, se vive, se actúa, se replica y se refuerza (o no) desde la cuna. La ley 26.485 (llamada “contra la violencia de género”) prevé acciones para comenzar a desactivar desde el origen este dispositivo de naturalización de la violencia que cada 30 horas devuelve una muerta más. Salvo por acciones puntuales a cargo de docentes comprometidos, el tema sigue estando ausente en las aulas.
Así es como después el maltrato no sólo se cristaliza: se vuelve imperceptible. Parte de lo normal. No conozco mujer que no recuerde esa etapa que va de la adolescencia a la adultez como un tiempo maravilloso y temible. La inocencia y la juventud son dos riesgos al portador en una sociedad que asigna a cada género un papel, una frontera y hasta una determinada cantidad de tela con la cual cubrirse. Y mientras eso siga sucediendo, no habrá marcha que valga. Ni nadie de nosotros que esté realmente a salvo.