Los países emergentes, de promesa a incógnita
Mucho se ha discutido acerca del presente y del futuro de los llamados países emergentes, una categoría tan en boga como vaga que podría incluir una veintena de países, con China a la cabeza. Como suele suceder, en estos años hubo por lo menos dos historias para contar sobre estos países.
La primera tiene que ver con la economía política de los emergentes. Sostiene que a pesar de la diversidad de sus regímenes políticos y preferencias sociales, son países que experimentaron un crecimiento sostenido a partir de una conexión firme con el capitalismo globalizado, pero matizada por una fuerte dosis de impulso y control estatal. Es la historia del crecimiento y del ascenso de una clase media global con mayor poder adquisitivo y con demandas más sofisticadas hacia sus respectivos gobiernos y hacia el mercado global. Es la historia de la geoeconomía, un espacio en el que los países compiten por comercio e inversión, pero descuentan las probabilidades de conflicto interestatal.
La segunda historia tiene que ver con la dimensión más política y estratégica de los emergentes. Sostiene que estos países, principalmente China, llegaron para desafiar a Occidente, para acelerar la declinación del poder de Estados Unidos y para construir un mundo multipolar. Es la historia de la transición del poder, de Occidente al Asia y del Norte al Sur. Y es el espacio de la geopolítica, un ámbito en el que los intereses se vuelven menos compatibles, donde el conflicto es más natural y donde los Estados conducen sus asuntos a la sombra de la guerra.
El año que termina, sin embargo, ha mostrado señales, en la academia y en el periodismo, que sugieren que estas dos historias no han sido ni serán lineales. La nueva clase media global depende mucho del comercio primario, sus valores difícilmente sean antioccidentales y nadie, ni China, ha desafiado al poder militar de Estados Unidos.
En verdad, la historia de los emergentes siempre estuvo dominada por la historia de China y su ascenso a las grandes ligas. Es cierto, China seguirá creciendo, pero lo hará a una tasa menor en un contexto que parece diluir el Consenso de Pekín. Los más ricos en China están dejando el país en busca de más libertades, mejor educación y un aire distinto para respirar. La desigualdad en China no deja de crecer; luego de Hong Kong es el país más desigual de Asia.
La tensión entre crecimiento y desarrollo se ha vuelto clara como nunca. China busca mover su modelo hacia algo más que la exportación y la inversión y pasar del precio a la calidad y del comercio al consumo. La China de Mao, la revolucionaria, fue China 1.0. La China de Xiaoping, de la reforma de mercado, fue China 2.0. Pekín busca entrar a una China 3.0, pero esto aún no está nada claro.
Tampoco lo está el futuro inmediato de rusia, acosada por las sanciones y por la caída de los precios del petróleo. En menos de una semana Sudáfrica ya tuvo tres ministros de Finanzas intentando apreciar la moneda y ordenar las cuentas de un Jacob Zuma acosado por hechos de corrupción. Y Brasil lucha por salir de la recesión, mientras Dilma rousseff intenta terminar su mandato.
No son buenas noticias para los emergentes. Pero las nuevas ideas globales siempre avanzan más rápido que los cambios materiales. Si no se puede acelerar los cambios, es cuestión de ajustar las ideas.