LA NACION

Un delicado viaje en ascensor

De la idealizaci­ón a la desilusión, el eterno periplo argentino que vuelve

- Texto Diego Sehinkman

Hacia 2008 casi nadie más le decía a Néstor Kirchner “pingüino”. El apodo, que remite a un ser querible y simpático, ya no encajaba. Bastante le duró: cinco años. Con la firma del decreto para im(poner) en funciones a dos jueces de la Corte, Macri corría el riesgo de desangelar­se en cinco días. ¿Qué significa desangelar­se? Que el Banco Central donde se atesora el principal capital que un presidente puede tener, el capital simbólico, hubiera quedado en rojo. Por suerte el ex Sevel recordó que la quinta y la marcha atrás no están tan lejos. Pisó el embrague y ahora Rosenkrant­z y Rosatti van a jurar recién en febrero, sujetos a la aprobación del Senado. Hizo muy bien Macri en licuar su decretazo. Cuando a horas de postular “el arte del acuerdo” eligió cristiniza­rse en nombre de la real politik, una misma frase atravesó a miles y miles de sus votantes: “Descubrí en la luna de miel que me quiero separar”.

El error de los nombramien­tos también fue estratégic­o. El bloque justiciali­sta, dividido en sus posiciones frente a la autoridad de Cristina, encontró el argumento perfecto para aglutinars­e y marchar. Moraleja: si no implementa “el arte del acuerdo”, Macri, que viene de quitar un cepo, se va a encontrar con otro: el peronismo. Históricam­ente, el más difícil de levantar.

Aquel que haya cumplido los 40 ya lo vivió no menos de tres o cuatro veces. Y los que tienen más, otras tantas. Nuevamente los argentinos esperan una cirugía mayor para la economía. Algunos con esperanza, otros con terror y la mayoría con una mezcla de ambos, esperamos la intervenci­ón quirúrgica. El cepo ya fue extirpado y Macri ganó la primera batalla: generó confianza y la gente no se agolpó en las casas de cambio. Pero ahora queda la segunda y más traumática parte de la cirugía: a la moneda nacional le están sacando entre el 40 y el 50 por ciento de su valor frente al dólar. Posoperato­rio complicado para el changuito, aunque con otro elemento psicológic­o a favor: gran parte de la población piensa que “la devaluació­n era inevitable” porque “así no se podía seguir”, frase repetida en la historia argentina que despierta alivio primero y culpa después.

Cuentan que la ascensoris­ta de Casa Rosada tenía prohibido mirar a Cristina o hablarle. Y que cuando Macri la saludó y le preguntó por el clima, se puso a llorar por la opresión contenida de tantos años. La escena del ascensor le da a Macri una ventaja gigante: con sólo registrar al otro, gana. Porque la ascensoris­ta son los gobernador­es, parte del sindicalis­mo, el sector privado y una franja enorme de la población a la que mandaron los últimos años a formar un partido político y ganar las elecciones. Pero a la vez, en la fortaleza está la debilidad: los argentinos quedaron tan sensibles del último ciclo, que el día que el presidente no salude o no escuche será percibido como la anterior pasajera.

De la idealizaci­ón a la desilusión. De ese delicado viaje en ascensor tiene que cuidarse todo presidente. Por ahora, subimos.

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