Un país obligado a reinventar su sistema político
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Los españoles no eligieron ayer un Congreso sino un campo de batalla. Les dejaron a sus dirigentes la responsabilidad de refundar el sistema que funcionó con cierta estabilidad desde la mítica transición posfranquista hasta que estalló en 2008 la peor crisis económica de su historia reciente.
“¿Cómo se gobierna ahora este país?”, era la pregunta que dominaba anoche los debates televisivos, entre analistas perdidos entre sumas y restas de diputados. Ante la geografía imposible de una administración estable se vislumbraban la primera certeza: España deberá recuperar la cultura del pacto que parió su democracia.
Ese espíritu difícilmente pueda agotarse en la misión de extraer un presidente de ese rompecabezas político. Quien asuma el poder lo hará en condiciones de inestabilidad, a tiro de una moción de censura y obligado a la vez a encarar desafíos fundacionales. Los conflictos acaso no esperen la fumata blanca en el Congreso. El primero de ellos es el desafío independentista de Cataluña. Con matices muy pronunciados, el PSOE, Podemos y Ciudadanos exigen cambios constitucionales para contener el descontento de los catalanes, mientras que el PP de Mariano Rajoy ya no tendrá fuerza para resistir en el inmovilismo.
Los partidos de izquierda exigen también revisar las recetas de austeridad impuestas por Europa, que Rajoy convalidó como el alumno más fiel gracias a la mayoría absoluta de la que gozó desde fines de 2011. La economía española volvió a crecer en 2014, pero todavía tiene 21% de desempleo y cifras de pobreza y desigualdad que son alarmantes para un país del primer mundo.
El reparto de fondos entre regiones, los programas contra la corrupción –principal combustible de la nueva política–, el inequitativo sistema electoral y el achicamiento del Estado figuran en la agenda de prioridades que pusieron sobre la mesa los candidatos. Es un escenario constituyente, que condiciona el diálogo para traducir las elecciones en un gobierno.
Rajoy asumió el golpe de haber perdido cuatro millones de votos, tragó saliva y salió a celebrar un triunfo acaso pírrico. Su única apuesta para formar una mayoría es apelar a la responsabilidad del socialismo. Pedro Sánchez empezó a sentir desde anoche la presión del poder económico, del PP e incluso de los liberales de Ciudadanos para que se abstenga en la votación parlamentaria y permita asumir al partido más votado. Él se limitó a decir que los conservadores tienen el derecho a intentar un pacto, pero sabe que sólo su partido puede dárselo.
El PSOE arde. Un sector quiere esperar que Rajoy fracase para, una vez corroborada su impotencia, lanzarse a explorar un pacto de izquierda con Podemos e Izquierda Unida –un calco de lo que pasó en Portugal hace tres meses–. Otro grupo huye de esa opción, sobre todo porque lograr una investidura de Sánchez en esas condiciones implicaría pedir auxilio (abstención o apoyo) a los independentistas catalanes.
Sánchez camina por la cuerda floja. Fue la peor elección histórica de su partido desde la restauración democrática de 1977. Quedó sólo un punto y medio arriba de Podemos.
Todos los caminos son endiablados. Un gobierno de Rajoy apoyado por los socialistas podría disparar aún más el descontento social contra los partidos tradicionales.
Los indignados de Podemos se frotan las manos. Miran el espejo de Grecia, donde conservadores y socialistas pactaron al borde del abismo antes de terminar arrasados en enero pasado por la izquierda radical de Syriza.
En el PP confían en la cintura de Rajoy. Pero no descartan que tenga que ofrecer la renuncia para que los socialistas finalmente accedan a abstenerse en nombre de la estabilidad nacional.
Vuelve a asomar la figura de la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría, libre de sospechas por los escándalos de corrupción que minaron el prestigio del PP bajo el mando de Rajoy.
Como nunca antes las miradas se posan sobre el rey. El papel de árbitro que le otorga la Constitución ha sido hasta ahora una formalidad. Felipe VI tendrá que emplearse a fondo y con discreción para evitar el desgobierno. Tiene la responsabilidad de encargarle la formación de gobierno a quien considere en condiciones de conquistar la mayoría parlamentaria. Pero no puede tutelar experimentos. Llamará y escuchará a todos los líderes con representación parlamentaria.
También le tocará fijar la fecha de la primera sesión de investidura, a partir de la cual regirá un plazo de dos meses para encontrar un presidente. Si nadie logra apoyo habrá nuevas elecciones.
En ese laberinto, España celebrará el Año Nuevo sin presidente estable en el gobierno nacional, con el poder vacante también en Cataluña y con una fragmentación política para la que el sistema actual no está preparado. Es la Italia sin italianos que profetizó Felipe González, sin creer nunca que tendría tanta razón.