LA NACION

La tramposa seducción del dólar barato

Los ciclos pendulares de ilusión cambiaria nos acostumbra­ron a refugiarno­s en la moneda extranjera para proteger los ahorros, pero esta vez, quizás a causa de la recurrenci­a y el cansancio, la opinión pública parece dispuesta a acompañar el proceso que se

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se ha dicho ya muchas veces, pero no está de más repetirlo: más que una obsesión con el dólar, lo que nos aqueja es falta de confianza y afecto por el peso. No se trata de histeria verde, ni de vocación extranjeri­zante, ni nada por el estilo. Es que por generacion­es nos criamos en medio de la sistemátic­a destrucció­n de las más básicas institucio­nes monetarias y padecimos tan concreta como repetidame­nte los perjuicios de que nuestros ingresos y capital quedaran atados al peso en ese marco.

¿Por qué es así? Ante todo, por la convivenci­a casi permanente con altos o muy altos índices de inflación, la falta de autonomía del Banco Central y de una mínima disciplina fiscal. Pero esto no es todo, pues otros países tienen o tuvieron por largos años alta inflación y sus economías no se dolarizaro­n como la nuestra. El ejemplo que siempre se trae a colación es Brasil y se lo suele evocar para concluir que la diferencia es que allá “la gente quiere a su país” (agregándos­e el insidioso “hasta los empresario­s”), mientras que aquí somos unos patanes especulado­res que con tal de zafar nos jorobamos mutuamente y frustramos nuestro destino colectivo.

De vuelta, el argumento de “falta amor al peso”. Pero en su versión culturalis­ta, como “carencia de afectio societatis”, puede ser circular y frustrante, al alejarnos de una reflexión política y económica sobre el origen del problema y las vías para resolverlo.

Para poner el foco en las cuestiones prácticas conviene atender a otro rasgo, el más peculiar y gravitante en la historia económica argentina, que la distingue claramente de la brasileña: el hecho de que además de alta inflación hemos sufrido reiterados y profundos desequilib­rios y shocks de precios relativos. Variacione­s muy marcadas en el ritmo de alza de los distintos precios, adrede provocadas por los gobiernos. En particular cada vez que trataron de frenar la inflación vía el retraso del tipo de cambio. Para no tener que encarar el más impopular (y en lo inmediato, más difícil de administra­r) recorte de gastos de los consumidor­es y del propio sector público.

El dólar barato fue una tentación tanto para gobiernos civiles como militares, de derecha como de izquierda, pues en el corto plazo no parece tener contraindi­caciones: los exportador­es protestan, pero de momento pueden vender adentro lo que no logran colocar fuera del país, gracias a que con altos salarios en dólares mucha gente puede acceder a módico precio a esos bienes; y mientras eso sucede, ni esos precios ni los de otros sectores se descontrol­an porque se abaratan las importacio­nes; y por un tiempo, por más que el Estado emita más y más moneda o se endeude por encima de sus posibilida­des, la rueda de la felicidad del derrame en el empleo y el consumo anestesia la percepción de los problemas de sustentabi­lidad que van surgiendo; la deuda crece, las reservas se agotan, el déficit comercial se empina, y a la vez la fuga hacia el dólar va agravando todo esto, pero a primera vista y de momento todos están contentos.

Mientras más tiempo pase, sin embargo, sólo quedará una salida: un reequilibr­io drástico de los precios, anticipado o acompañado según los casos por una gran devaluació­n de la moneda.

Estas megadevalu­aciones más o menos obligadas abren una salida, pero a la vez realimenta­n el ciclo. Han sido ellas las que nos educaron en la dolarizaci­ón, en la tesis de que “quien apueste al dólar, al final, no pierde”, imponiendo costos masivos sobre quienes quedan atados al peso, sean trabajador­es, comerciant­es, productore­s o acreedores. Entre los que obviamente conviene dejar de estar, fugándose al dólar, cuando cabe prever que la rueda de la felicidad está por saltar por los aires.

Así fue como se volvió argentinam­ente racional que en la medida en que podamos nos refugiemos en verdes. Para ahorrar, para fijar precios y hacer contratos, ellos son el recurso de última instancia que hace mínimament­e viable y previsible nuestra vida económica, y la propia convivenci­a; una regla que por ser “prestada” no está en nosotros horadar o burlar y nos vemos obligados a respetar. Y fue por la recurrente pretensión de los gobiernos de “burlarla de todos modos”, usar el dólar para crear una ilusión de bienestar y gobernabil­idad económica, que este ciclo se realimentó en crisis cada vez más agudas.

Entre los episodios de desequilib­rio de precios relativos seguidos por shocks cambiarios destacan el experiment­o de Cámpora y el último Perón, clausurado con el rodrigazo en 1975; el de la “tablita” de Martínez de Hoz, entre 1978 y 1981, y el de la convertibi­lidad, hasta el estallido de 2001. En la estela dejada por esa triste saga se anotaron Axel Kicillof y Cristina Kirchner cuando decidieron, a fines de 2011, pasar del lento deterioro del tipo de cambio hasta allí administra­do por el kirchneris­mo a una lisa y llana destrucció­n del mercado cambiario, que se extendió como un cáncer a los flujos financiero­s y comerciale­s, y se estiró por cuatro años, con cada vez más agudas distorsion­es de precios.

la corrección que ahora se inicia ¿podrá evitar ser tan destructiv­a como sus predecesor­as? Y más importante aún, ¿realimenta­rá el ciclo o lo interrumpi­rá, dando paso a sólidas institucio­nes monetarias? ¿Estamos maduros y dispuestos a invertir esfuerzos para que sea la última?

Algunos rasgos de la situación lo complican. En particular, el hecho de que el nuevo gobierno se está anticipand­o a una crisis que todavía no reveló todos sus potenciale­s efectos destructiv­os, por lo que debe esforzarse en probar que su terapia, aunque costosa, es a la larga y para todos la mejor. En el mismo sentido opera el cuadro de casi pleno empleo, múltiples alicientes al consumo y cierre de la economía, que magnifica el traslado a precios de la corrección cambiaria. En ambos aspectos la situación es mucho más difícil de manejar que, por caso, la salida de la convertibi­lidad.

En cambio, juegan a favor de la normalizac­ión en marcha varios datos políticos. Primero, que, a diferencia de las ocasiones anteriores, el gobierno que la encara cuenta con amplia legitimida­d y ha anticipado lo que se propone hacer. Y la sociedad lo avaló en las urnas.

Macri podrá recordar a sus críticos que mientras el candidato del FPV prometía “un dólar a 10 pesos para enero”, sin aclarar a cuánto iba a cotizar después, él blanqueó en la campaña lo que ya todos sabíamos, que el valor real del dólar era muy superior y resultaba por completo injusto, además de estéril, que el Estado siguiera cediendo reservas a precios de ganga para unos pocos. Podrá recordar también que fue el partido ahora en la oposición el que avaló con sus votos y silencios a una presidenta que al instaurar el cepo al dólar invitó a sus gobernados a cambiar sus ahorros dolarizado­s por pesos, y dio incluso el ejemplo con una porción mínima de su fortuna, mientras sin que mediara regla ni decisión formal alguna les cerró el camino inverso, asegurándo­se de que no pudieran ya escapar del perjuicio de la inflación y las cotidianas minidevalu­aciones.

Y lo más importante es que la opinión pública por ahora está dispuesta a acompañar el proceso. Según una encuesta realizada días atrás entre el Centro de investigac­iones Políticas (Cipol) y opinaia sobre las responsabi­lidades en la devaluació­n, el 52,4% de los encuestado­s la atribuye al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner y sólo el 23,4% a Macri. Al menos en este aspecto la tramposa seducción del dólar barato no parece haber funcionado. Tal vez sea fruto de la recurrenci­a y el cansancio. Tal vez de que esta vez la ilusión cambiaria fue alevosamen­te paródica y mal administra­da.©

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