Un shock humanitario
El conflicto sirio y su consecuente ola de emigrantes deben ser enfrentados sin más demora por los países líderes y la comunidad internacional toda
La devastadora guerra civil siria se arrastra desde hace más de cinco años. El horror humanitario y la destrucción física del país que ella ha provocado son de enorme magnitud. Una de sus expresiones más terribles es la enorme ola de emigración desde Siria hacia Europa, adonde el año pasado llegarán más de un millón de personas en busca de paz y refugio. Otros cuatro millones y medio de personas han escapado también y permanecen en países vecinos, tales como Turquía, el Líbano y Jordania. En este último, los refugiados son ya más que la quinta parte de su población total. Para los países que los alojan, esto supone un esfuerzo económico y social muy significativo, paliado precariamente por alguna ayuda exterior.
Pese a que los sirios y los iraquíes conforman la mayor parte de la corriente migratoria actual, la Comisión Europea los ha llamado “migrantes económicos”, por oposición a los “migrantes políticos”, que son quienes huyen de la violencia y la muerte provocada por las guerras civiles.
La ola migratoria amenaza ahora la libre circulación de personas en el interior de la Unión Europea, que es uno de los ejes vertebrales principales sobre los que se ha edificado pacientemente la marcha de la integración de Europa.
Por la intensidad del flujo migratorio, pese a su generosa reacción inicial, Europa es testigo de cómo las vías de ingreso de los migrantes de Medio Oriente y África se van cerrando. En algunos casos, con cercos y vallados. En otros, con múltiples exigencias regulatorias y, desgraciadamente, también con amenazas y medidas que hasta no hace mucho parecían absolutamente impensables y reprobables. Entre estas últimas, la confiscación de los bienes personales y los dineros que los desesperados migrantes llevan consigo, como está sucediendo en Dinamarca, y en alguna menor medida, en Alemania.
Como consecuencia, están floreciendo los nacionalismos impulsados por aquellos que se opo- nen a lo que describen como “la islamización de Europa”. Esto es evidente en el crecimiento de la intolerancia en países como Francia, Hungría y Polonia. En las recientes elecciones regionales alemanas, los movimientos nacionalistas derrotaron al partido de gobierno y la propia Angela Merkel aparece debilitada a raíz de lo que algunos califican como exceso de generosidad de su parte.
Los accesos al Viejo Continente a través de Grecia y Turquía se han restringido, mientras que en Macedonia y los Balcanes la circulación de los migrantes ha sido interrumpida. Lo que inicialmente fue una actitud de apertura, se ha transformado en una política cada vez más restrictiva. Para los migrantes, que llevan sobre sus hombros una carga de profundo dolor, la situación se está transformando en sumamente frustrante.
Es hora entonces de reexaminar lo que sucede y de encontrar mecanismos que canalicen la solidaridad de todos, europeos o no. Moralmente no se puede abandonar a quienes escapan de un país incendiado por el odio, la violencia y las tensiones religiosas y facciosas, en el que la guerra civil se ha prolongado por demasiado tiempo.
Enfrentar la crisis siria es una urgencia que afecta a todos. Hasta ahora, más allá de la crisis migratoria mencionada, esa guerra civil ha conmocionado el mapa de la geopolítica. Específicamente, ha contribuido al crecimiento de Estado Islámico; al resurgimiento del presidente Vladimir Putin; a la desestabilización de Europa; a la asfixia económico- social de los países vecinos, y al ascenso, como potencia regional, de Irán. Todos ellos son cambios de significación que deben ser seguidos con atención. El conflicto sirio debe ser enfrentado en busca de la paz sin más demoras y en ello debe centrarse la prioridad de los países líderes del mundo y de la comunidad internacional toda. La tregua y alto el fuego alcanzados deben prolongarse y servir de puente para construir sobre ellos una solución duradera.