LA NACION

El pasado es un país extranjero

- Por Pedro B. Rey

El pasado es un país extranjero”, se lee en la primera línea de una de las mejores novelas de las que se tenga noticia: The Go- Between, de l. P. Hartley ( que algunos también recordarán por su versión fílmica, El mensajero, que dirigió Joseph losey). Pocas cosas resultan más agotadoras, más improducti­vas que la nostalgia y la frase de Hartley es la mejor defensa para combatir acusacione­s de melancolía: conviene ver el pasado como una geografía, un territorio en el que, de vez en cuando, recordamos haber residido.

resulta inevitable la frase después de leer los dos libros que edgardo cozarisnky acaba de publicar en perfecta simultanei­dad: Dark, una breve novela que transcurre en la Buenos aires de los años cincuenta, y Niño enterrado, serie de viñetas o breves relatos con ecos personales. Tal vez porque vivió durante varias décadas en el exterior, en Francia, antes de rondar una vez más por su ciudad natal, el pasado alcanza en las páginas de cozarinsky una categoría singular: más que la memoria parece predominar el asombro, como si la brecha de tantos años afuera convirtier­a el pretérito en un lugar.

Dark – a veces los libros tocan esas fibras– me conduce a otras épocas por simple coincidenc­ia. el protagonis­ta adolescent­e es alumno del mismo colegio al que me tocaría ir muchos años después, y aunque eso no cumple ninguna función importante en la trama, sí lo son las zonas, las inmediacio­nes por las que se mueve. es posible que existan tantas ciudades en una ciudad como personas que la habitan. cada cual tiene, imagino, sus comarcas personales, pero todavía me desconcier­tan los pocos amigos de mi generación que pasaron por lo que, a falta de una denominaci­ón mejor, podríamos llamar la experienci­a céntrica. el centro sigue todavía ahí. Hay más peatonales, las galerías de Florida tal vez ya no sean lo que fueron, de los cines sólo quedan las placas que los recuerdan, las disquerías casi se extinguier­on, la gente transita atada al celular, pero, por lo demás, no cambió hasta el punto de volverse irreconoci­ble. es un territorio del pasado por la simple razón de que apenas lo frecuento. la extrañeza es que a tantos les resulte desconocid­o.

el pasado se vuelve literalmen­te territorio, en cambio, cuando se pasea por sitios que sí sufrieron transforma­ciones radicales, como es el caso de Puerto Madero. en la década de los ochenta, por las dársenas todavía pululaban barcos de banderas diversas que permanecía­n meses en su sitio mientras los marineros miraban, cansa- dos, desde la cubierta. era una zona de andanzas obligada: ahí quedaba el campo de deportes donde se realizaban las clases de gimnasia. a primera hora de la mañana de un día laboral era usual encontrars­e con filas de estibadore­s a la espera de trabajo. Por lo demás, no había casi gente. los edificios de ladrillo, hoy convertido­s en lofts o en oficinas, eran depósitos abandonado­s ( no había siquiera uno de los altos edificios omnipresen­tes en la actualidad) y cruzar los puentes podía resultar una odisea: eran móviles. el paso de una simple barcaza se traducía, inevitable­mente, en media falta por el retraso. es, de mis países extranjero­s del pasado, uno de los más curiosos.

Pero hay otro, más anacrónico. el recuerdo se lo debo tangencial­mente al libro de cozarinsky. Hasta el final de mi infancia la ciudad era sinónimo, sobre todo, de constituci­ón. era el barrio en que vivía la mayoría de mi familia y donde parábamos ( pasé los primeros años en un minúsculo pueblo del interior) cuando

Es posible que existan tantas ciudades en una ciudad como personas que la habitan

veníamos de visita. la música era una sola: el tango. en una larga casa con patio de la calle Brasil, no muy lejos de la estación, la radio no paraba de zumbar al compás del dos por cuatro. era común que en la mesa surgieran ásperas disputas sobre las virtudes o deméritos de tal o cual cantor de tal o cual orquesta. al atardecer, uno de mis tíos abuelos me llevaba al bar de la esquina, lleno de humo, donde se juntaba con sus amigos ( viejos milonguero­s como él) a jugar al billar con fondo de tres por cuatro. en Dark hay una escena que transcurre en un bar idéntico. en mangas de camisa, un personaje entona bajito : “era/ para mí la vida entera/ como un sol de primavera/ mi esperanza y mi ilusión”. aquella Buenos aires de calles estrechas y adoquinada­s, con fachadas llenas de hollín, de espíritu hipertangu­ero, que yo creía tan contemporá­nea, era en realidad algo así como un pasado viviente. durante algunos años entraba y salía, sin saberlo, en el túnel del tiempo. No es nostalgia, es simple asombro. sólo puedo decir que agradezco la rareza de aquel viaje, hoy, que ya no es posible.

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