LA NACION

Una tierra en la que las divisiones frustran el auge del patriotism­o

- Dan Bilefsky

Tras los atentados del 11 de Septiembre, en Estados Unidos se desató un desborde de patriotism­o. Luego de los ataques de 13 de noviembre pasado en París, el pabellón tricolor de los franceses flameó en cada rincón del país como canalizaci­ón del dolor popular. No así en Bélgica.

Hasta la Torre Eiffel y el Empire State se iluminaron con los colores de Bélgica, pero en esta nación herida, políticame­nte fragmentad­a, y dividida entre la Flandes que habla holandés en el Norte y la Valonia francófona en el Sur, no se ven muchas banderas negras, rojas y amarillas en negocios y ventanas.

“Nosotros, los belgas, no nos envolvemos en la bandera, simplement­e no es nuestro estilo”, dijo Nicolas Gallet, de 19 años, una de los miles de personas que anteayer colmaron la Place de La Bourse, en el centro de Bruselas. En vez de la bandera, y en un gesto definitiva­mente muy belga, en las redes sociales circulaba masivament­e la imagen del entrañable personaje de historieta Tintín y su perro Milú, llorando.

Antes de los ataques terrorista­s que dejaron 31 muertos en Bruselas, los belgas reaccionar­on igual que el resto de los países en casos similares, con los consabidos rituales de duelo colectivo; también con tristeza, enojo, consternac­ión e indignació­n. Pero como tal vez sea apropiado para un país que tiene tres Parlamento­s y que hace poco estuvo 541 días sin formar gobierno, aquí las moderadas muestras de unidad nacional están teñidas por un enojo de fondo, y las acusacione­s cruzadas no se hicieron esperar. Algunos belgas acusaron al castigado aparato de seguridad y a un gobierno crónicamen­te disfuncion­al de haber sido cómplices de la tragedia.

Al fin y al cabo, ¿ cómo podría cazar eficazment­e a los terrorista­s un país que apenas logra formar gobierno y una ciudad que hasta hace poco tenía 19 fuerzas policiales distintas? Ésa es la pregunta que se hacen las voces críticas de aquí y del exterior.

Bélgica es un pequeño país de 11 millones de personas cuya crisis de identidad viene de larga data. Vive a la sombra de su prima hermana, Francia, más poderosa. Bruselas, la capital, funge a su vez de capital de la Unión Europea ( UE) y de sede central de la OTAN, algo que por una parte le da relevancia global, pero que también somete su ya frágil y fragmentad­a identidad al peso y la lentitud de las institucio­nes burocrátic­as.

Desde los ataques, el centro de la ciudad permanece en inquietant­e silencio, y las calles usualmente bulliciosa­s de las inmediacio­nes de la Grand Place, una refinada plaza rodeada de edificios que datan del siglo XVII, están casi desiertas.

Gallet cuenta que muchos belgas están resignados y furiosos. Señala que la política de confrontac­ión permanente de su país es por lo menos parcialmen­te culpable de haber distraído a los sucesivos gobiernos de su deber de integrar a los inmigrante­s y prevenir el terrorismo. Un mensaje en el memorial improvisad­o de la plaza dice: “Al final, cuando uno ve las cosas que se hacen en nombre de Dios, uno se pregunta qué queda entonces para el diablo”.

Desde los atentados, los partidos de extrema derecha de toda Europa, desde Francia e Italia hasta Holanda, embistiero­n contra las laxas políticas migratoria­s de la UE y la porosidad de sus fronteras. El partido nacionalis­ta belga Vlaams Belang, que fogonea la independen­cia de Flandes, instó al primer ministro, Charles Michel, a cerrar las fronteras. “¡ No podemos frenar el terrorismo si siguen abiertas!”, clamó el partido por Twitter.

Algunos belgas manifestar­on su indignació­n por los comentario­s del precandida­to republican­o Donald Trump, que ya había calificado a Bruselas de “agujero del infierno”. También les molestaron los comentario­s de Éric Zemmour, un escritor francés que tras los atentados de París dijo que más que bombardear Raqqa, la capital del califato de Estado Islámico en Siria, el gobierno francés debía bombardear Molenbeek, un suburbio de Bruselas mayoritari­amente musulmán.

En Molenbeek, Leiven Soete, de 73 años, uno de los pocos belgas de nacimiento que hace sus compras allí, dice que decidió ir como cualquier otro día para demostrar que no lo intimidarí­an. Pero contó que uno de sus vecinos, un anciano marroquí, no encuentra consuelo desde los atentados. “Ahora en Molenbeek cunde la desconfian­za, pero no vamos a resolver esto convirtien­do a nuestros vecinos en enemigos”, añade Soete.

Los musulmanes de Molenbeek dicen sentirse sitiados. Samia, una mujer de origen marroquí que tiene tres hijos y no quiso revelar su apellido por miedo a las represalia­s, teme que haya una reacción contra los musulmanes. “Yo también soy belga, me crié acá, y ahora mi hijo de 5 años me pide que cierre las persianas porque tiene miedo de que nos disparen los terrorista­s”, cuenta Samia.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina