LA NACION

Bruselas y el peso de la experienci­a vivida

- Nathalie Kantt

Una chica entra con una valija en Maison Plisson, el restaurant­e y almacén gourmet inaugurado hace menos de un año en el Marais que intenta posicionar­se como un pequeño Bon Marché de este lado del Sena, en la rive droite. El tren que la zambullirá en el canal de la Mancha y la llevará hasta Londres sale recién en dos horas, tiempo suficiente para sentarse a comer algo rápido con una amiga. Deja la valija en un rincón. Dos señoras llegan y se instalan cerca de la valija. Llaman al mozo para confirmar que ese bulto le pertenece a alguien. “Me hace pensar en Bruselas”, le dice una a la otra, en referencia a los atentados del martes pasado.

Así como en noviembre el mundo miró a París, esta semana las miradas giraron hacia el país del chocolate y de los encajes. Esta vez, los mensajes de Whatsapp fueron enviados a todos esos amigos queridos que viven en la nueva capital atacada para saber si estaban bien. Esta vez, son ellos los que indicaron a través del dis- positivo Safety Check de Facebook que estaban OK y a salvo. Esta vez, son los símbolos belgas, como el personaje de historieta Tintín o la estatua de bronce Manneken Pis, los que circularon por las redes sociales con mensajes de apoyo a la sociedad belga. Esta vez, son los colores de la bandera belga que iluminaron los principale­s monumentos del mundo, como la torre Eiffel aquí, en París, en homenaje a las víctimas y en solidarida­d con los vecinos.

A la mirada de los parisinos que por estos días está totalmente dirigida hacia Bruselas se suma un componente muy incómodo: el peso de la experienci­a vivida. Saben lo que es una ciudad en donde sólo se escucha el ruido de las sirenas, en donde el silencio de las noches se vuelve ensordeced­or, en donde las autoridade­s piden que nadie salga de su casa, en donde las cámaras de televisión y los periodista­s forman parte del paisaje diario, en donde la tristeza se convierte en un sentimient­o nacional del que nadie escapa.

Saben lo que es tener miedo, ya sea entrar en un subte o tomar un vino en la “terraza” de un café y lo que significa que una plaza o una calle se conviertan espontánea­mente en santuarios con velas, mensajes en el piso y flores. Saben lo que significa que las conversaci­ones entre amigos estén monopoliza­das por un solo tema, y se imaginan cómo los padres y los maestros deben estar intentando explicarle­s a sus hijos y a sus alumnos lo sucedido: “Los malos, los buenos, no hay que tener miedo, la policía protege”. Saben la fuerza que se necesita para convencers­e de que hay que salir y seguir de pie cuando otros se ponen explosivos en un cinturón o en una valija y salen a morir para matar a otros. Es muy duro cuando un atentado golpea en la ciudad en la que uno vive. Produce efectos duraderos que impregnan las emociones y que terminan insertando pequeñas nuevas costumbres en la vida de todos los días, como mirar dos veces a alguien, paralizars­e frente a un grito o movimiento brusco, chequear que no haya camionetas detenidas fuera de un bar. Los parisinos lo saben. Vuelve a ser duro cuando los golpeados son los vecinos, sobre todo porque de repente deja de ser una sorpresa.

Vuelve a ser duro cuando los golpeados son los vecinos, porque deja de ser una sorpresa

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