Bruselas y el peso de la experiencia vivida
Una chica entra con una valija en Maison Plisson, el restaurante y almacén gourmet inaugurado hace menos de un año en el Marais que intenta posicionarse como un pequeño Bon Marché de este lado del Sena, en la rive droite. El tren que la zambullirá en el canal de la Mancha y la llevará hasta Londres sale recién en dos horas, tiempo suficiente para sentarse a comer algo rápido con una amiga. Deja la valija en un rincón. Dos señoras llegan y se instalan cerca de la valija. Llaman al mozo para confirmar que ese bulto le pertenece a alguien. “Me hace pensar en Bruselas”, le dice una a la otra, en referencia a los atentados del martes pasado.
Así como en noviembre el mundo miró a París, esta semana las miradas giraron hacia el país del chocolate y de los encajes. Esta vez, los mensajes de Whatsapp fueron enviados a todos esos amigos queridos que viven en la nueva capital atacada para saber si estaban bien. Esta vez, son ellos los que indicaron a través del dis- positivo Safety Check de Facebook que estaban OK y a salvo. Esta vez, son los símbolos belgas, como el personaje de historieta Tintín o la estatua de bronce Manneken Pis, los que circularon por las redes sociales con mensajes de apoyo a la sociedad belga. Esta vez, son los colores de la bandera belga que iluminaron los principales monumentos del mundo, como la torre Eiffel aquí, en París, en homenaje a las víctimas y en solidaridad con los vecinos.
A la mirada de los parisinos que por estos días está totalmente dirigida hacia Bruselas se suma un componente muy incómodo: el peso de la experiencia vivida. Saben lo que es una ciudad en donde sólo se escucha el ruido de las sirenas, en donde el silencio de las noches se vuelve ensordecedor, en donde las autoridades piden que nadie salga de su casa, en donde las cámaras de televisión y los periodistas forman parte del paisaje diario, en donde la tristeza se convierte en un sentimiento nacional del que nadie escapa.
Saben lo que es tener miedo, ya sea entrar en un subte o tomar un vino en la “terraza” de un café y lo que significa que una plaza o una calle se conviertan espontáneamente en santuarios con velas, mensajes en el piso y flores. Saben lo que significa que las conversaciones entre amigos estén monopolizadas por un solo tema, y se imaginan cómo los padres y los maestros deben estar intentando explicarles a sus hijos y a sus alumnos lo sucedido: “Los malos, los buenos, no hay que tener miedo, la policía protege”. Saben la fuerza que se necesita para convencerse de que hay que salir y seguir de pie cuando otros se ponen explosivos en un cinturón o en una valija y salen a morir para matar a otros. Es muy duro cuando un atentado golpea en la ciudad en la que uno vive. Produce efectos duraderos que impregnan las emociones y que terminan insertando pequeñas nuevas costumbres en la vida de todos los días, como mirar dos veces a alguien, paralizarse frente a un grito o movimiento brusco, chequear que no haya camionetas detenidas fuera de un bar. Los parisinos lo saben. Vuelve a ser duro cuando los golpeados son los vecinos, sobre todo porque de repente deja de ser una sorpresa.
Vuelve a ser duro cuando los golpeados son los vecinos, porque deja de ser una sorpresa