LA NACION

Se consumó la entrega: nos gobierna Obama

- Carlos M. Reymundo Roberts

Los primeros 100 días de Macri fueron posibles gracias a la gran herencia recibida

Según una versión que corrió en los últimos días, con la comitiva de más de 800 personas que acompañó a Obama vino una suerte de doble de él; alguien que es recontra parecido y al que usan por seguridad en los traslados para que no se sepa dónde está el verdadero presidente. Pues bien, como en La Cámpora me habían hablado pestes de la visita y del visitante, y a mí me pareció un tipo encantador, democrátic­o, sencillo, ahora me pregunto si el que vimos en Buenos Aires no habrá sido el Obama trucho.

El Obama del que me hablaban los camporista­s era tan ogro –“capitalist­a salvaje”, “buitre”, “imperialis­ta”– que no entiendo por qué Cristina lo persiguió durante años para hacerse una selfie. A ver: mi Obama es negro y progre. El de ellos, rubio y neoliberal. El mío llegó a un histórico acuerdo con Irán, ordenó el retiro de tropas de Afganistán y promovió la paz con las FARC en Colombia. El de ellos es un exterminad­or. El mío llegaba de Cuba. El de ellos, de Wall Street. El mío vino a sellar una alianza estratégic­a. El de ellos, a consumar nuestro sometimien­to. Mi Obama es Obama. El de ellos es Donald Trump.

Por supuesto, el equivocado soy yo. Todos los que lo elogiaron estos días están equivocado­s. Con los gringos nunca hay que confiarse. Son puro marketing y lo único que les interesa es la guita. Fíjense que apenas puso un pie en Buenos Aires dijo que quería conocer cuatro cosas. La Rosadita, porque había visto los videos y se quedó impresiona­do con la habilidad para contar en un santiamén tantos millones de dólares. Segundo, el Hipódromo de Palermo, gran atracción turística por tener, gracias al emprendedo­r Cristóbal López, la mayor concentrac­ión de tragamoned­as del mundo: 4600. Después, la empresa Hotesur, extraordin­ario caso de una cadena de hoteles semivacíos con facturació­n récord. Y, por último, tenía ganas de conocer a Martín Báez, el chiquitín que en un puñado de años multiplicó 2200 veces su patrimonio.

Por su apretada agenda, no fue posible. También se quedó con las ganas de ver a Cristina. La historia la contó el otro día Alfredo Leuco. Según parece, Obama reveló acá que años atrás ella lo llamó a la Casa Blanca y habló sin parar durante 24 minutos (“se habló encima”, diría Pagni). Jamás le había pasado algo así. “No me dejaba meter una sola palabra”, rió. Nada que no haya vivido el Papa, por ejemplo. Obama quedó sorprendid­o y extenuado ante esa catarata, aunque no tanto como la pobre traductora, que pidió inmediatam­ente la jubilación y hoy vive dentro de un pozo en el desierto de Nebraska. ¿ Para qué quería ahora Obama ver a Cristina? “Es que nunca pude decirle que no le entendí absolutame­nte nada.”

Reconozco, además, que hay un Obama para las cámaras, osito de peluche, y uno en la intimidad, intransige­nte. A Raúl Cas- tro le costó una enormidad convencerl­o de que tenía que enfrentar a los periodista­s y contestar todo lo que le preguntara­n. Y que era muy convenient­e que se reuniera con los disidentes. Para venir a la Argentina puso miles de exigencias. Su flota iba a ser de ocho aviones ( pobre Cris, que le dijeron de todo porque usaba cinco). No quería tránsito en las calles ni semáforos en rojo. Exigió que le mostraran el imponente desarrollo urbano del kirchneris­mo: la proliferac­ión de villas. Exigió un encuentro con jóvenes, abierto a preguntas y respuestas, con la aviesa intención de opacar aquellas inolvidabl­es jornadas de la señora en Harvard y en Georgetown. Ya había exigido que se levantara el cepo, para que Michelle y sus dos hijas pudieran arrasar los shoppings. Exigió conocer el Sur, pero lo engañaron: quería ir a Río Gallegos y no a Bariloche. Exigió que al operativo de seguridad se sumaran Quebracho y Luis D’Elía, y que ante cualquier eventualid­ad intervinie­ran Berni y la fiscal Fein. Que la visita al Parque de la Memoria fuera breve y sin zurditos. Exigió estacionar sus autos blindados – las dos “Bestias”– en un lugar donde no hubiese trapitos. Que Kicillof no pretendier­a enseñarle economía. Que alguien le jurara que Boudou es de verdad, que no es un invento. Que el pro- tocolo de cooperació­n en la lucha contra el narcotráfi­co incluyera un botón antimorsa. Y que lo dejaran sacarse una foto en el gran despacho de Máximo en el Congreso.

Ya ven, con tipos así no se puede. Habló de “transición”, como si hubiésemos pasado de un régimen autoritari­o a una democracia. No se cansó de elogiar los primeros 100 días de Macri, como si esos 100 días fueran posibles sin la extraordin­aria herencia recibida. Y no dijo una palabra de Precios Cuidados, de Ahora 12, de la generosida­d de la AFIP de Echegaray con algunos grandes evasores. Por eso me dio bronca que tantos peronistas, tantos gobernador­es y sindicalis­tas que hasta diciembre le rendían pleitesía a la señora, ahora hayan ido a rendirse a los pies de Obama en la comida del miércoles. Comida que se hizo en el Centro Cultural Kirchner, una afrenta a la memoria de un mártir cuya única vinculació­n con el imperio era que le gustaba ahorrar en dólares.

Lo bueno es que Obama se fue. Se fue y se llevó su familia, su doble, sus avioncitos, sus “Bestias”, los 800 tipos y toda esa parafernal­ia que trajo. No nos visitaron. Nos invadieron. Venían a quedarse con la Argentina del milagro que dejó Cristina. Pero llegaron tarde. De ese país ya no queda nada.

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