Los enigmas del modesto Eugenides R.
Eugenides rompeculos (el nombre no le hacía justicia a su espíritu buenazo y dadivoso, pero sí delataba su nacimiento en ese remoto e injurioso paraje de las costas españolas) era un hombre sencillo y sin ambiciones desmedidas. Diríase, más bien, que su carácter moderado se correspondía con la modestia de sus posibilidades. Solía llegar al bar adonde nos reuníamos con una puntualidad obsesiva que era parte de una larga sucesión de pequeñas rutinas. era un lector voraz, frecuentaba el teatro y el cine, y asistía con alborozo apenas contenido a espectáculos de zarzuela y otros españolismos que le traían el recuerdo de sus ancestros. Pero lo llamativo en él era que, pese a que se codeaba con esos creadores y sus obras siempre estimulantes, no había en la conversación cotidiana de eugenides, ni en su modo de mirar el mundo, siquiera huellas de esos autores con los que se tuteaba, ya como espectador, ya como polígrafo que publicaba sus tibias observaciones en diarios de provincia a cuyos lectores acercaba detalles de la vida artística y mundana de la gran ciudad.
eugenides pertenecía a esa especie de criatura agrisada e indolora. en su educación sentimental –azarosa y volcánica, como correspondía a su carácter diletante– podían coincidir en una misma semana beckett y chejov, Pavarotti y Domingo, bergman y truffaut, y sin embargo nada de ellos hacía mella en su piel impenetrable. Solíamos decir de él, con intención malévola, que era un hombre insólitamente impermeable. maliciábamos a menudo sobre esa condición, hasta que cierta tarde alguien creyó reconocer en ese rasgo un escudo de protección, aventurando que esa rara apatía lo resguardaba en los peores momentos de su vida.
Desde entonces, sintiéndonos agobiados por algún suceso desgraciado que había desgarrado nuestras vidas, cada tanto alguno de nosotros murmuraba amargamente la misma idea: queríamos ser, al menos en ese instante de pesar o congoja, como el bueno de eugenides rompeculos.
Quizá movido por una vanidad enfermiza o por las ínfulas que me daba la juventud, cierta noche, cuando él no estaba entre nosotros, porque abandonaba el bar con paso vacilante a las 9 en punto para cumplir puntillosamente con una rutina que, antes de encarcelarlo, lo liberaba de los peligros del azar, dije que prefería ser yo mismo, con mis malestares a cuestas, pero también con la posibilidad de disfrutar de las grandes expresiones del arte que, a mi juicio, me traían regocijo gracias a eso que con tanta vanidad llamaba yo sensibilidad.
–Sé que provoca dolor, pero prefiero esos malestares si a cambio puedo gozar de las grandes manifestaciones del arte –dije a modo de introducción. Llovía a cántaros, y un trueno le añadió una nota teatral a lo que seguía–. Prefiero la muerte antes de esa indolencia.
un viernes de octubre, eugenides desapareció de nuestras vidas del mismo modo en que había partido: se esfumó en silencio, muy modestamente, sin dar explicaciones de ninguna clase.
cinco años después, reapareció con la misma reticencia con que se había escabullido de nuestras vidas. Su figura se recortó en la luz del crépusculo en cuando traspuso la puerta del bar, exactamente a las 7 de la tarde. Vestía el inconfundible saco beige de siempre, la misma camisa y los mismos zapatos, ahora ajados y con las puntas vencidas apuntando al cielo. Dejó el sombrero de fieltro marrón sobre la mesa, recorrió con la mirada los rostros de los que estábamos en la mesa y se sentó.
–buenas –dijo–. era su contraseña. Se hizo un silencio largo que aprovechó para extraer tabaco de una cajita y armar un cigarro que mascó sin encenderlo. nadie se atrevió a preguntar nada. me levanté, rodeé la mesa y lo abracé por la espalda.
–te extrañé –le dije, dándole dos o tres palmadas en uno de los hombros. era cierto. eugenides aclaró la garganta, pero se sumió pronto en un silencio muy íntimo. Por un segundo esa esquivez me hizo sentir como un hombre despechado. Volví a mi silla sin decir nada más. La conversación demoró unos minutos en desperezarse. con las primeras copas, la charla se animó. Le pregunté qué había visto en el último tiempo, como si nada se hubiese interrumpido entre nosotros.
–Vi la película de Antonioni –dijo. mencionó a sus protagonistas y agregó que estaba bien. eso fue todo. Seguía siendo un enigma.
nada había cambiado en el semblante inmutable ni en la expresión indolora. era el de siempre. tuve entonces una epifanía: comprendí de pronto cuánto lo había extrañado, cuánto lo quería.
Solíamos decir de él, con intención malévola, que era un hombre insólitamente impermeable