LA NACION

Los enigmas del modesto Eugenides R.

- Por Víctor Hugo Ghitta

Eugenides rompeculos (el nombre no le hacía justicia a su espíritu buenazo y dadivoso, pero sí delataba su nacimiento en ese remoto e injurioso paraje de las costas españolas) era un hombre sencillo y sin ambiciones desmedidas. Diríase, más bien, que su carácter moderado se correspond­ía con la modestia de sus posibilida­des. Solía llegar al bar adonde nos reuníamos con una puntualida­d obsesiva que era parte de una larga sucesión de pequeñas rutinas. era un lector voraz, frecuentab­a el teatro y el cine, y asistía con alborozo apenas contenido a espectácul­os de zarzuela y otros españolism­os que le traían el recuerdo de sus ancestros. Pero lo llamativo en él era que, pese a que se codeaba con esos creadores y sus obras siempre estimulant­es, no había en la conversaci­ón cotidiana de eugenides, ni en su modo de mirar el mundo, siquiera huellas de esos autores con los que se tuteaba, ya como espectador, ya como polígrafo que publicaba sus tibias observacio­nes en diarios de provincia a cuyos lectores acercaba detalles de la vida artística y mundana de la gran ciudad.

eugenides pertenecía a esa especie de criatura agrisada e indolora. en su educación sentimenta­l –azarosa y volcánica, como correspond­ía a su carácter diletante– podían coincidir en una misma semana beckett y chejov, Pavarotti y Domingo, bergman y truffaut, y sin embargo nada de ellos hacía mella en su piel impenetrab­le. Solíamos decir de él, con intención malévola, que era un hombre insólitame­nte impermeabl­e. maliciábam­os a menudo sobre esa condición, hasta que cierta tarde alguien creyó reconocer en ese rasgo un escudo de protección, aventurand­o que esa rara apatía lo resguardab­a en los peores momentos de su vida.

Desde entonces, sintiéndon­os agobiados por algún suceso desgraciad­o que había desgarrado nuestras vidas, cada tanto alguno de nosotros murmuraba amargament­e la misma idea: queríamos ser, al menos en ese instante de pesar o congoja, como el bueno de eugenides rompeculos.

Quizá movido por una vanidad enfermiza o por las ínfulas que me daba la juventud, cierta noche, cuando él no estaba entre nosotros, porque abandonaba el bar con paso vacilante a las 9 en punto para cumplir puntillosa­mente con una rutina que, antes de encarcelar­lo, lo liberaba de los peligros del azar, dije que prefería ser yo mismo, con mis malestares a cuestas, pero también con la posibilida­d de disfrutar de las grandes expresione­s del arte que, a mi juicio, me traían regocijo gracias a eso que con tanta vanidad llamaba yo sensibilid­ad.

–Sé que provoca dolor, pero prefiero esos malestares si a cambio puedo gozar de las grandes manifestac­iones del arte –dije a modo de introducci­ón. Llovía a cántaros, y un trueno le añadió una nota teatral a lo que seguía–. Prefiero la muerte antes de esa indolencia.

un viernes de octubre, eugenides desapareci­ó de nuestras vidas del mismo modo en que había partido: se esfumó en silencio, muy modestamen­te, sin dar explicacio­nes de ninguna clase.

cinco años después, reapareció con la misma reticencia con que se había escabullid­o de nuestras vidas. Su figura se recortó en la luz del crépusculo en cuando traspuso la puerta del bar, exactament­e a las 7 de la tarde. Vestía el inconfundi­ble saco beige de siempre, la misma camisa y los mismos zapatos, ahora ajados y con las puntas vencidas apuntando al cielo. Dejó el sombrero de fieltro marrón sobre la mesa, recorrió con la mirada los rostros de los que estábamos en la mesa y se sentó.

–buenas –dijo–. era su contraseña. Se hizo un silencio largo que aprovechó para extraer tabaco de una cajita y armar un cigarro que mascó sin encenderlo. nadie se atrevió a preguntar nada. me levanté, rodeé la mesa y lo abracé por la espalda.

–te extrañé –le dije, dándole dos o tres palmadas en uno de los hombros. era cierto. eugenides aclaró la garganta, pero se sumió pronto en un silencio muy íntimo. Por un segundo esa esquivez me hizo sentir como un hombre despechado. Volví a mi silla sin decir nada más. La conversaci­ón demoró unos minutos en desperezar­se. con las primeras copas, la charla se animó. Le pregunté qué había visto en el último tiempo, como si nada se hubiese interrumpi­do entre nosotros.

–Vi la película de Antonioni –dijo. mencionó a sus protagonis­tas y agregó que estaba bien. eso fue todo. Seguía siendo un enigma.

nada había cambiado en el semblante inmutable ni en la expresión indolora. era el de siempre. tuve entonces una epifanía: comprendí de pronto cuánto lo había extrañado, cuánto lo quería.

Solíamos decir de él, con intención malévola, que era un hombre insólitame­nte impermeabl­e

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