Laurence Whitehead.
“Hoy se pide repatriar poder a los países”
Laurence Whitehead cumple con todos los estereotipos del clásico académico británico. No sólo luce como tal. Es claro y prudente para expresar sus ideas, pero al mismo tiempo es profundo y medular. El libro Transiciones desde un gobierno autoritario, que escribió con Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter, y que se publicó en 1986, se transformó en una referencia ineludible en la materia. Y en su reciente paso por Buenos Aires fue inevitable revisar su vigencia a la luz de los procesos que se dieron en los últimos años en América Latina. Sin embargo, la excusa de su visita fue presentar otro libro, Illiberal practices. Territorial variantes within large federal democracies, aún no traducido al español.
Con el paso de los años se convirtió en uno de los principales especialistas en procesos de democratización. Y defiende enfáticamente el concepto de proceso, porque lo rebela la idea de una democracia estática y rígida. Por eso parece disfrutar intelectualmente en un presente marcado por el dinamismo de las sociedades descontentas con las élites políticas y por la horizontalidad de las redes digitales, a los que interpreta como desafíos que deben generar inevitables adaptaciones.
¿Qué evaluación hace con una mirada retrospectiva del libro Transiciones desde un gobierno autoritario, a 30 años de su publicación?
En ese momento, mi responsabilidad principal, junto con O’Donnell y Schmitter, era garantizar la producción de un libro. Había mucho talento dando vuelta, pero Johns Hopkins Press, que editó el trabajo, decía: “No basta con eso, hay que darle forma definitiva de libro”. Después de muchas discusiones decidimos terminar en diciembre de 1984 con la reelección de (Ronald) Reagan, la caída del gobierno de Granada, la crisis en Nicaragua. Era un momento inicial en las transiciones latinoamericanas porque todavía no había ocurrido lo de Chile, lo de Paraguay, lo de Bolivia o lo de México, pero tuvo el mérito de anticipar lo que podría pasar. Insistí mucho en incluir un capítulo sobre Chile porque el libro no debía ser sólo sobre casos exitosos y terminados. El otro tema fue el debate sobre el término “transiciones”. Más allá de cualquier discusión teórica, se podría haber planteado que el término adecuado podría haber sido “recuperación”. Pero yo dije que aquello era un proyecto teórico pero también práctico, basado en lo que se había dado en llamar “transición democrática” en España, terminada antes de lanzar nuestro proyecto. Entonces, a la luz de los que había pasado en España después de Franco, que logró una democracia normal sin violencia, el proyecto apuntaba a reflejar por qué no nos podíamos imaginar que podía ha- ber transiciones también en otros lados. Nos limitamos a América Latina y también nos limitamos temporalmente y nos enfocamos en regímenes autoritarios de derecha. Pero después se produjo una explosión de transiciones de posregímenes comunistas o de partido único en África. Hubo una explosión de “transitología” que no habíamos esperado y nuestro modelo se volvió más generalizable de lo que esperábamos. Treinta años después podemos decir que se lograron cosas muy positivas, pero que hay costos y que esto no soluciona todos los problemas. En varios países vemos un desencanto ciudadano, un sentido de que la democratización no se ha terminado, o no cumple con las expectativas.
Asumiendo que el proceso de transición se ha completado en la región, queda vigente el debate sobre si sobrevino una auténtica consolidación democrática; muchos de esos procesos después tuvieron dificultades.
Personalmente nunca me gustó la expresión consolidación porque da la impresión de algo permanente, cristalizado, donde no hay espacio para la crítica. Yo prefiero la palabra viabilidad de las democracias. Si son viables no van a regresar al pasado; es un cambio permanente, pero para estabilizarse y mantenerse deben adaptarse a muchos factores que son del contexto histórico y social de cada país, y eso produce no una democracia consolidada y universal, sino una gama de regímenes que son más o menos democráticos, cada uno con espacio para el desacuerdo sobre qué se ha logrado y qué hay que hacer todavía.
¿Propone que no hay un único modelo democrático generalizable sino distintas versiones?
Yo defiendo la noción de variedades de la democratización, no tanto de la democracia, sino de la democratización como proceso, que tiene la posibilidad de la regresión, no sólo de avance, y que tiene múltiples caminos, no un solo trayecto.
Muchos analistas señalan que en América Latina el sistema democrático funciona con fluidez en los aspectos formales, pero que hay dificultades en otros como la división de poderes o la rendición de cuentas.
Sí, incluso con el calendario electoral, ya que hay gobiernos que caen entre las elecciones, como pasó con Dilma (Rousseff). Y hay gobiernos que se eligen demasiadas veces aprovechando su popularidad, y de esta manera violan el contrato inicial. Sigue habiendo muchas formas de trampa, no en todos los países. En un país el problema puede tener que ver con el radicalismo de masas que piden más de lo que el sistema político puede dar; en otros puede ser la cerrazón de la élite que no permite cambiar nada; en algunos países tiene que ver con la vulnerabilidad económica que no deja margen para la política; en otros hay margen para la política cuando hay éxito con las materias primas, pero eso puede ser fluctuante. En el libro que acabamos de presentar aquí en la Argentina hemos señalado una dimensión que vale la pena estudiar más: las variaciones en la calidad de experiencia de los ciudadanos sobre la democratización en los niveles subnacionales. Por decirlo sintéticamente: es muy distinta la democracia en Chiapas que en México DF.
¿Cómo influye el concepto del populismo latinoamericano en relación con la democratización? Por un lado hay populismos que la perjudican por su tendencia a forzar las reglas, pero también hay populismos dentro del sistema que contribuyen a sostenerlo.
La democracia puede tener múltiples dimensiones. Cuando se estudia la calidad de las democracias, se ve que el populismo exagera algunas cualidades, como la participación social como sinónimo de igualdad, a costa de otras como pueden ser el Estado de derecho o las instituciones confiables. Y es una desviación posible y hemos visto en varios países que existe. Pero tiene su elemento positivo. La participación masiva es algo positivo. El populismo no es necesariamente algo malo. Además hay un populismo de izquierda, pero también de derecha, como por ejemplo (Donald) Trump.
Ahora que menciona a Trump, parece haberse propagado en el mundo una insatisfacción con la política clásica, que en algunos casos incluso cuestiona el sistema democrático. ¿Hay un patrón común?
Hay algo que pasa en todo el mundo, que puede tener distintas manifestaciones. La idea fundamental es que si en los años 80 se podía hablar de viejas democracias consolidadas contra nuevas democracias en transición, en estos días esta división no funciona, en parte porque ha pasado tanto tiempo desde que se produjeron las transiciones que estos países están acostumbrados a funcionar y también porque muchos regímenes democráticos viejos están manifestando problemas que supuestamente eran de la inmadurez, pero no son regímenes inmaduros. Y por eso insistimos en que hay que comparar todas las democracias y no sólo las nuevas. Por ejemplo, en nuestro último libro incluimos un capítulo sobre Estados Unidos. No debe ser el regionalismo lo que debe primar sino otros factores universales, sobre todo después de la crisis de 2008, cuando el mundo liberal democrático entró en una nueva etapa, con menos crecimiento económico, más desigualdad, menos control nacional. Y esto plantea nuevos desafíos a las democracias y estimula nuevas fuentes de contestación. Hay varias manifestaciones de esto. Por ejemplo, antes existía la idea de que la globalización y la democratización iban hacia un modelo único. Después de 2008 vemos que hay una demanda en todos los países para repatriar poderes nacionales porque los ciudadanos sienten que si el poder de decisión está fuera de su país no tienen qué decir. Es lo que se vio con el Brexit. Y se ve en varios países. No es la internacionalización de la política sino la localización de los controles políticos, porque los electores se sienten tan poco afectos al sistema de representación que quieren poderes en los que puedan influir más. Pero hay un costo en ello, porque la generalización era lo que estaba provocando muchos procesos de convergencia y la repatriación puede fragmentarlos.
Usted le asigna al factor económico el origen de este desencanto democrático. ¿No hay también un impacto de los cambios tecnológicos?
Sí, los cambios tecnológicos tienen un papel importante. Un supuesto fundamental de las teorías es que los partidos políticos son intermediarios para interpretar la política, y eso pareció un modelo universal atemporal. Hoy vemos que estos partidos políticos eran producto de una época dada, que podríamos comparar con el “fordismo” en la producción industrial. Y en el mundo de hoy nuestros hijos no tienen la visión de lo que es un partido político verticalista, programático. Su visión es que la política tiene que ver con el intercambio de ideas horizontales, probablemente sobre un tema puntual y no con todo un programa, de muy corto plazo y muy fragmentado. Y los partidos políticos no saben qué hacer con eso. Los cambios tecnológicos y las redes sociales están construyendo nuevas formas de comunicarse en la sociedad y por eso la democracia, si va a sobrevivir, debe forzosamente articularse con las nuevas tecnologías.
Para cerrar con la situación de la Argentina: ¿qué evaluación hace de los doce años del gobierno kirchnerista?
Quisiera opinar con cuidado. Soy británico y bajé del avión hace unos días. Me acuerdo de la crisis de 2001 y de que en 2002, en el momento más negro del país, los analistas decían que la Argentina prácticamente iba a desaparecer. Yo dije que al contrario, que la Argentina estaba tocando fondo y que había que anticipar la posibilidad de una reconstrucción; que no iba a ser el menemismo, ni el alfonsinismo, que no iba a ser perfecto, pero que el momento era tan malo que iba a haber una recuperación. Y creo que con todas las fallas que hubo, de 2002 en adelante existió una historia positiva en materia no sólo económica sino también del restablecimiento de la confianza interna, de las posibilidades creativas de este gran país. Eso no es propiedad de Néstor Kirchner ni de nadie más; hubiera sido posible, con variantes, con otros presidentes. Estructuralmente era un buen momento para la recuperación y vino una recuperación más o menos positiva que duró diez años. Pero dentro de eso también se acumularon problemas. El resultado quedó a la vista en la elección del año pasado, que mostró que la democracia puede producir cambios. Las políticas del nuevo gobierno pueden ser buenas o malas, pero tienen al menos la intención de corregir los errores que no se podrían haber corregido dentro del gobierno anterior. Eso abre paso a posibilidades positivas, aunque como en todos lados tengo amigos muy críticos y otros exageradamente optimistas.