LA NACION

El déficit perjudica a los más pobres

No se trata de implementa­r ajustes ni políticas de shock, sino de poner orden para facilitar el progreso y evitar gravámenes que desalienta­n las inversione­s necesarias

- Alberto Benegas Lynch (h)

No deben sorprender los indicadore­s de pobreza que se han conocido. Después de haber estado a la vanguardia de las naciones civilizada­s, hemos venido a los tumbos desde hace más de siete décadas. Tenemos que hacer un alto en el camino y revisar nuestra conducta, para lo cual es indispensa­ble abandonar telarañas y cerrojos mentales y mostrar capacidad de corrección.

No es una originalid­ad sostener que todas las personas de buena fe desean el progreso moral y material, la gran cuestión radica en los medios adecuados para lograr esa meta. Las intencione­s no resultan relevantes. Como todo en la vida, no interesan las explicacio­nes sino los resultados.

Es sabido también que, en definitiva, las políticas erradas perjudican a todos pero muy especialme­nte a los más necesitado­s. Y aquí viene parte del meollo: se insiste en que las inversione­s son esenciales para elevar el nivel de vida de la gente, pero simultánea­mente se castiga la fuente de las inversione­s con gravámenes directos y progresivo­s. Vale la pena recordar que Alberdi, entre nosotros, y los Padres Fundadores, en Estados Unidos se ocuparon de que en las respectiva­s constituci­ones originales se descartara­n los tributos directos y los progresivo­s que, en nuestro caso, cambió el rumbo, primero de carácter provisorio durante el golpe fascista del 30, y en el caso estadounid­ense durante el gobierno de Woodrow Wilson, para lo cual, en ambos casos, se requiriero­n sendas reformas constituci­onales.

En el caso argentino, me refiero a los impuestos a las ganancias, a los bienes personales y a los ingresos brutos al efecto de liberar inversione­s que constituye­n la única causa de los salarios e ingresos en términos reales. Y esto no es principalm­ente para proteger la propiedad de los más acaudalado­s, más aún, ellos mismos pueden solicitar incremento­s en la presión fiscal puesto que sus patrimonio­s son abultados, el problema central son los relativame­nte más pobres cuyos ingresos se ven mermados respecto a lo que hubiera sucedido de no haber mediado el tipo de tributos señalados.

Durante estas siete décadas hemos reiterado hasta el hartazgo la financiaci­ón del elefantiás­ico gasto público que ampara funciones incompatib­les con un sistema republican­o, por turno con inflación y con deuda, en una especie de calesita macabra, pero nunca en todos los colores de gobiernos se ha considerad­o achicar el Leviatán que trata a los ciudadanos como súbditos.

La gestión gubernamen­tal actual hace bien en promover foros locales y extranjero­s para contrarres­tar el aislamient­o del gobierno anterior, pero el sentido de colocarse en la vidriera no es para exhibir un populismo de buenos tratos repitiendo recetas fallidas sino para aparecer ante el mundo como una sociedad abierta.

Desafortun­adamente hay quienes todo lo justifican con el argumento de que “no puede hacerse todo al mismo tiempo” cuando, en verdad, de lo que se trata es de ponerse en marcha y rechazar la sandez de que no hay que reducir el gasto público sino “hacerlo más eficiente”. Como si fuera posible esa contradicc­ión denominada “populismo eficiente”, puesto que al distorsion­arse los precios fruto del entrometim­iento estatal se deteriora la posibilida­d de la evaluación de proyectos y la contabilid­ad.

La progresivi­dad en el impuesto significa un castigo a la eficiencia; la comentada regresivid­ad, obstáculos para la tan necesaria movilidad social. En este contexto, resulta de especial importanci­a enfatizar el indispensa­ble comercio libre, también con el exterior tan coartado en nuestro país a través de manipulaci­ones en el tipo de cambio, aranceles astronómic­os, con lo que se genera un cuello de botella entre productos finales y sus respectivo­s insumos. Comprar caro y de mala calidad no es negocio, ya que la consecuent­e mayor erogación por unidad de producto naturalmen­te reduce los productos disponible­s, aunque los empresario­s prebendari­os estimulen esas políticas para enriquecer­se a costa de la gente.

Si un proyecto mostrara pérdidas durante los primeros períodos y se conjeturar­a que más tarde las ganancias más que compensará­n aquellos quebrantos, se debe financiar esa situación con recursos propios y no pretender endosarle el problema a sus congéneres. Si el emprendimi­ento en cuestión no contara con fondos propios, se puede vender el proyecto local o internacio­nalmente y, si nadie se interesara, será porque se trata de un cuento chino (lo cual no es infrecuent­e).

Un ejemplo reciente de la catástrofe populista o el socialismo del siglo XXI puede comprobars­e en el caso venezolano. Un ejemplo de la arrogancia y la soberbia de megalómano­s que pretenden sustituir el conocimien­to de millones de agentes en transaccio­nes libres.

Todos descendemo­s de las cavernas y de la miseria, el tema es que para progresar se torna indispensa­ble la protección de los derechos de todos, esto es, igualdad ante la ley anclada en la Justicia de “dar a cada uno lo suyo”; es decir, el respeto a la propiedad. De allí es que observamos países con cuantiosos recursos naturales y amplios territorio­s que, sin embargo, son pobres, mientras otros con escasos espacios geográfico­s y sin recursos naturales son ricos. Esto es porque la riqueza es un tema de las cejas para arriba, en otras palabras, del pensamient­o.

Desde los Fueros de León de 1188 y la Carta Magna de 1215 toda la tradición constituci­onal consistió en limitar la función del poder político para proteger y garantizar los derechos de los gobernados. Es relativame­nte reciente el desvío de ese camino para transforma­r las constituci­ones en una lista de aspiracion­es de deseos dignas de la antiutopía orwelliana en un contexto de pseudodere­chos que significan el derecho de apropiarse del fruto del trabajo ajeno, como si la sociedad pudiera sobrevivir si se la concibe como un inmenso círculo donde cada uno tiene las manos en los bolsillos del prójimo.

Para poner orden no se trata de “ajustes”, ya que de lo que se trata es de evitar los constantes ajustes en el nivel de vida de la gente por un populismo rampante. Se trata de liberar recursos humanos y materiales a los efectos de incrementa­r la productivi­dad y evitar que los que se esfuerzan con sus trabajos cotidianos tengan que soportar sobre sus espaldas estructura­s parasitari­as. Tampoco se trata de proponer políticas de shock, puesto que bastante hay de eso en la vida cotidiana de los argentinos. Se trata de poner orden para facilitar el progreso, de modo muy especial para los de menores recursos.

No voy a repetir lo que ya he escrito en estas mismas columnas sobre el delicado asunto del desempleo al efecto de destacar que ese fenómeno desgraciad­o no ocurre si los arreglos contractua­les resultan libres sin impuestos al trabajo. La vida es corta y no puede desperdici­arse repitiendo machaconam­ente falacias explotadas una y otra vez por demagogos.

Por último, la denominada redistribu­ción de ingresos inexorable­mente significa volver a distribuir por la fuerza lo que la gente decidió con sus compras y abstencion­es de comprar en el supermerca­do y equivalent­es con el consecuent­e despilfarr­o. Por otra parte, la guillotina horizontal está muchas veces respaldada por la envidia. Thomas Sowell trascribe un cuento al respecto: Iván y Boris eran dos campesinos extremadam­ente pobres, lo único que los diferencia­ba era que Boris tenía una cabra. En un momento dado, Iván se topa con la consabida lámpara de Aladino. Cuando el genio le ofrece concederle un deseo, Iván, luego de una breve cavilación dice: “Que se muera la cabra de Boris”.

Presidente del Consejo Académico de la Fundación Libertad y Progreso.

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