LA NACION

El candidato que triunfó aupado por la antipolíti­ca

TRUMP PRESIDENTE. Encarnó el enojo del sector social que repudia a quienes tuvieron que ver con los centros de poder

- Héctor D’Amico

L a hazaña del primer norteameri­cano que llega a la Casa Blanca sin haber ocupado nunca un cargo público sigue siendo un hecho tan extraordin­ario y disruptivo, dentro y fuera de los Estados Unidos, que millones de votantes, quienes lo apoyaron y quienes no, perciben que su triunfo es el resultado de una audacia calculada: quemó los manuales de la política y los modos en que la ciudadanía y el poder se relacionan en democracia. Lo hizo a su manera, mostrándos­e como un demagogo que reniega de la tolerancia, del pluralismo, que fomenta el odio y desprecia a las minorías. Se presenta ante las multitudes como un outsider del sistema, pero sabiendo de antemano que puede justificar su comportami­ento apelando a la palabra del momento, “posverdad”. Es un neologismo ambiguo, muy apropiado en el mundo de la política, cuyo significad­o, según el Diccionari­o Oxford, “denota circunstan­cias en que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamient­os a la emoción y a la creencia personal”.

En otra época, su discurso sexista, xenófobo, proteccion­ista, con ataques al islam, a los mexicanos, y sus comentario­s antisemita­s lo habrían eyectado mucho antes del propio Partido Republican­o. “Trump es una mezcla de fascismo e Internet”, se leía en los carteles de los indignados en Times Square. Ni en la euforia del triunfo pudo con su genio: acusó a los editores de The New York Times de “fracasados y tontos por su cobertura de la campaña”. En la visita posterior a la redacción les extendió la mano a los periodista­s, pero con la determinac­ión de no rectificar una sola palabra sobre los insultos que les dedicó en quince meses de campaña. Un candidato que tiene 15 millones de seguidores en las redes sociales puede permitirse esa arrogancia. Más práctico que llamar a un diario para quejarse es mandar un tuit, que es, a la vez, otra forma de mandarle un mensaje al periodismo.

El traspaso de poder, por todo lo que está en juego dentro y fuera de las fronteras, será una de las operacione­s logísticas de gran magnitud en la geopolític­a mundial. El 20 de enero la administra­ción de Obama hará algo más que poner la mayor economía del mundo en manos de Trump. La transición ocurre en un mundo convulsion­ado, con más de una veintena de conflictos militares que llevan años sin resolver y de los que se ignora quiénes serán los vencedores y los vencidos. Pero todos comparten una expectativ­a común: tratar de comprender qué hará Washington después de Obama.

Las primeras piezas que movió Trump en el armado del gabinete fueron para ratificar la orientació­n ideológica que pretende darle a su gestión. Michael Flynn, confeso islamofóbi­co y afín a la Rusia de Vladimir Putin, será el responsabl­e en temas de seguridad; Mike Pompeo, miembro del ultraconse­rvador Tea Party, enemigo de medidas para proteger el medio ambiente, estará al frente de la CIA; Jeff Sessions, cuya nominación a juez federal fue bloqueada por acusacione­s de racismo, es el mejor posicionad­o para liderar el Departamen­to de Justicia. El cambio de mando sucede en un clima de innegable pero aceptado nepotismo. Tres hijos de Trump están en el equipo de transición y su yerno, Jared Kushner, empresario exitoso y casado con una hija del presidente electo, es percibido como su asesor más cercano en la Casa Blanca.

El clima de malestar en la campaña, perceptibl­e aún en vastos sectores, es previo a lo ocurrido el 8 de noviembre. Es un enojo colectivo que tiene tantos padres como la tormenta perfecta. Globalizac­ión, tecnología­s que eliminan empleos, cambios abruptos y disruptivo­s en la sociedad, disparidad de los salarios, pobreza, desconfian­za hacia las minorías y saber que el país no es el de antes, tiene un presente incierto y un futuro ausente. Un escenario más complejo de lo que dijeron los votos.

Indagar el ánimo de un país de 318 millones de habitantes no es tarea fácil. Es una misión para alguien como Moisés Naím, un intelectua­l que escribió numerosos libros y ensayos para comprender cómo vive el hombre común la mutación permanente que demanda el tercer milenio. Doctor por el MIT, ministro de Fomento de Venezuela, director ejecutivo del Banco Mundial, es el autor de El fin del poder, el best seller que anticipó cambios inesperado­s como los que llevaron a Trump a la Casa Blanca. El enunciado de la tesis es simple: “En el siglo XXI, el poder es más fácil de adquirir, más difícil de utilizar y más fácil de perder que en cualquier otro momento de la historia”.

“Lo logrado por Trump –explica– es asombroso, pero cuando uno piensa y observa en los términos de la ola antipolíti­ca que sacude al mundo, resulta más comprensib­le. En el libro hablo de los micropoder­es, protagonis­tas que salen de manera sorprenden­te, de lugares inesperado­s, juegan tácticas diferentes, tienen guiones propios y logran romper con el orden establecid­o.” Pone énfasis en el hecho de que el nuevo presidente llegó contra todo el establishm­ent de la elite republican­a, consiguió ser el candidato del partido y después derrotó a Hillary, aunque ella obtuvo un seis por ciento más de votos. Convencido de que el poder es más fluido, inestable y obtenible que en el pasado, se atreve a un pronóstico temprano. “Como presidente –afirma–, Trump tendrá con el paso del tiempo muchísimo menos influencia y autoridad que ahora.” Naím, que es colaborado­r de la nacion, vuelve la mirada a una crisis del pasado pero que es útil para advertir el grado de violencia y de caos social que acorrala a una sociedad cuya autoridad tambalea. Los argentinos, señala, fueron pioneros con aquella frase “que se vayan todos”. Aprendiero­n antes que otros en qué consiste la antipolíti­ca. “Es muy inteligibl­e ese sentimient­o en una sociedad que repudia a todos los que tuvieron que ver con el dinero, la influencia y los centros de poder. Lo que está haciendo Trump es encarnar esa clase de enojo dentro de los Estados Unidos.”

La estrategia del miedo que estuvo tan presente en estas elecciones –advierte– convivió con amplios sectores de votantes y ayudó a instalar la sensación de un país que ha equivocado el rumbo. Hay circunstan­cias en que la miopía y la argumentac­ión precoz son suficiente­s para que los culpables de la decadencia no puedan ser otros que los inmigrante­s, las minorías y quienes ejercen el poder. Naím sostiene que no es nueva la idea de presentar a los Estados Unidos, o cualquier nación, como un territorio amenazado por fuerzas poderosas. “Es parte de lo que podríamos llamar una estrategia de victimizac­ión. El primer paso de la fórmula es dividir entre la gente normal, supuestame­nte representa­da por el pueblo, y una elite depredador­a que es egoísta y sólo piensa en sus propios intereses. La segunda parte de la fórmula apunta al enemigo externo. Putin aprovechó todo lo que ocurre fuera de Rusia para obtener altos índices de popularida­d, a pesar de que su economía está en muy mala situación.”

Consciente de que puede irrumpir en la historia grande de los Estados Unidos, Trump eligió la llanura de Gettysburg para anunciar qué hará en sus primeros 100 días de gobierno. Fue en Gettysburg donde Abraham Lincoln pronunció su célebre discurso al finalizar la Guerra Civil. El mensaje de Trump estuvo a la altura de su ego. “Nuestra campaña –afirmó– representa el tipo de cambio que llega sólo una vez en la vida.”

El nuevo presidente llegó contra todo el establishm­ent de la elite republican­a y después derrotó a Hillary

Los argentinos fueron pioneros con aquella frase “que se vayan todos”

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