Una Habana que no es difunta
H ace muchos años, a fines del milenio pasado, preparamos en la revista Diario de Poesía undossier (así llamábamos al amplio informe central de cada número) sobre el poeta cubano Virgilio Piñera. Todos lo admirábamos como poeta, como cuentista (esos relatos absurdos e hiperrealistas) y emblema del martirio gris de muchos intelectuales cubanos después de la instauración del régimen castrista. Para la preparación de ese dossier hicimos muchísimas consultas, pero quisiera recordar tres.
Julia Rodríguez Tomeu era la hermana de Humberto, cubano amigo de Piñera y traductor también con él de Ferdydurke, de Gombrowicz. Cuando la visitamos en un PH de Palermo (¿o era Villa Crespo?), Julia era ya muy frágil, había terminado de comer y estaba todavía en la única mesa el plato sucio. Arroz con queso. No le daba para más. Empezamos a hablar de sus años en La Habana y pasados unos minutos ya lloraba. “Yo tenía allá mi departamentico, y todo lo perdí, imagínate, todo.”
Por esos días, vino a Buenos Aires Antón Arrufat. Salimos con Daniel Samoilovich, el director del Diario, a mostrarle el centro. Comimos en el viejo Clark’s de la calle Sarmiento, caminamos hasta la madrugada y tomamos unos tragos en la difunta Richmond de Florida. A propósito de tragos, cometí la imprudencia de pedir un cubalibre. Lo que parecía una broma deliberada, una impostación o un programa no fue más que efecto de la desatención. El nombre del trago, que estaba naturalizado para mí (del mismo modo que cuando pedimos un scotch no pensamos en ninguna isla), no pasó inadvertido para el amigo cubano. Me agarró las manos y con la mirada perdida me dijo con entonación de elegía: “Ojalá eso que dijiste sea cierto algún día”. Se entiende: Arrufat vivía entonces, y vive todavía, en La Habana.
El tercer escritor al que llamamos para hablar de Piñera fue a Guillermo Cabrera Infante. Le mandamos un fax y respondió con una llamada telefónica y una pregunta: “¿Cómo consiguieron mi número?”. Esa pregunta revelaba el reflejo defensivo de quien se sintió mucho tiempo perseguido. Recordé su colosal panfleto político, acaso el más puro que se haya escrito jamás contra un régimen: Mea Cuba. Los padres de Cabrera Infante habían estado entre los fundadores del Partido Comunista cubano, pero cuando, hacia fines de los años sesenta, y tras la censura de su obra maestra Tres tristes tigres, Cabrera Infante decidió no volver a la isla después de un viaje, toda la intelligentsia latinoamericana del boom le dio la espalda. En Mea Cuba, que además cuenta el martirologio de Piñera luego de ser detenido con la acusación de homosexualidad, Cabrera Infante se pregunta en qué condiciones volvería. “Si Lezama Lima fuera nombrado ministro del Interior. No, aun así lo pensaría dos veces y trataría de recordar qué crítica escribí (o dejé de escribir) sobre Enemigo rumor”. En una frase cierra todo el asunto. La imposibilidad de volver (Lezama no sería jamás ministro) y la paranoia, que más que paranoia era terror cierto, del Estado (la crítica del libro podría haber sido adversa y Lezama administraría a discreción el poder policial). El exilio y, por eso mismo, la pérdida (por favor, lean La Habana Para un Infante Difunto) son el fondo oscurísimo sobre el que se recortan los incontables, incontenibles, juegos verbales de Cabrera Infante.
Estos tres casos literarios son ejemplo mínimo, íntimo, del modo en que el exilio, la persecución, la Historia finalmente, moldean lo que menos se ve: los hábitos.
No hay palabras propias para una experiencia ajena. Por eso, la única manera de terminar esta columna es una frase de Cabrera Infante que no me cuesta nada hacer propia: “Dejaremos detrás los heraldos de una felicidad futura que sólo produce instantánea miseria, humillación y muerte. La peor muerte: la muerte que nos perdona la vida. Son esos mesías de la miseria los que deben detenerse y tener fin. Pero ¿lo tendrán? Se detendrán?”.
Mea Cuba, de Cabrera Infante, es el mejor panfleto político que se haya escrito contra un régimen