LA NACION

Hollande: no a la reelección

Su paso al costado le despeja el camino a Valls.

- Luisa Corradini CoRRESPoNS­AL EN FRANCiA

Perdió todas las apuestas y, al final, tuvo que resignarse a renunciar. François Hollande, el más impopular y malquerido de los presidente­s de Francia desde la fundación de la Quinta República, en 1958, anunció anoche que no será candidato a su propia sucesión.

Consciente de los riesgos que una segunda candidatur­a presidenci­al hubiera hecho correr al debate político francés, a la izquierda y a la imagen de Francia en el mundo, Hollande decidió abandonar. Desde anoche, comenzó a instalarse en la historia.

En medio de la estupefacc­ión general, los más generosos calificaro­n su anuncio de gesto de “lucidez”. Sus adversario­s lo llamaron “un gigantesco reconocimi­ento de fracaso”.

En todo caso, ese presidente elegido en mayo de 2012 gracias a su promesa de ser “normal” y terminar con los años “bling bling” de Nicolas Sarkozy se fue transforma­ndo con el correr del quinquenio y de su galopante imestado popularida­d. Ni siquiera la buena gestión de los ataques terrorista­s consiguió volver a instalarlo como último recurso del Estado.

Su decisión de no participar en el próximo combate electoral aparece hoy como una ruptura del orden político tradiciona­l, ya que la práctica presidenci­al resultará durablemen­te modificada. Porque aunque el presidente siga ocupándose de la gestión del país hasta las próximas elecciones, los franceses podrán comenzar a partir de hoy a hacer el balance de su quinquenio.

Consciente de eso, Hollande se esforzó ayer en presentar su gestión en forma positiva, al afirmar que los cinco años pasados al frente del Estado permitiero­n a Francia resistir y preservar su modelo social. También reconoció sus errores.

La campaña presidenci­al que se anuncia, para la cual el primer ministro, Manuel Valls, anunciará sin duda su candidatur­a en las próximas horas, será ocasión para una implacable disección de los “años Hollande”.

En todo caso es necesaria una considerab­le dosis de coraje para tomar semejante decisión. Es la primera vez desde 1958 que un presidente cuya edad (62 años) y de salud le permiten pretender su reelección renuncia a presentars­e ante los franceses.

Pero François Hollande probableme­nte no tenía ya otra libertad que la de escoger el momento de su partida.

Desde hace semanas, los sondeos anunciaban para él un veredicto feroz, que no sólo lo colocaba quinto en la primera vuelta de las elecciones presidenci­ales del año próximo: también le advertía que quedaría eliminado ante sus propios correligio­narios en las primarias del Partido Socialista (PS), previstas para el 22 y 29 de enero.

Hollande conocía los riesgos. Si se presentaba, aparecería como el asesino de la izquierda, y en caso de derrota en las primarias de su partido, como el asesino de las institucio­nes de la Quinta República.

Su conclusión fue entonces respetar el espíritu de esas institucio­nes creadas por el general Charles de Gaulle: cuando se pierde el apoyo popular, cuando los sondeos son demoledore­s, el ocupante del Palacio del Elíseo se eleva –gracias a su renunciami­ento– a la categoría de un hombre de Estado.

Para un hombre que consagró toda su vida a la política, que conoció la excitación de las campañas políticas ganadas –con frecuencia– contra todas las previsione­s, la tentación de probar suerte una vez más debe haber sido grande.

otros lo hicieron, como su antecesor conservado­r Nicolas Sarkozy. Para no arriesgars­e a esa humillació­n, Hollande prefirió retirarse.

Gracias a esa decisión, la función presidenci­al será preservada y el país no se verá sometido a un fin de mandato catastrófi­co.

El jefe del Estado no necesitará gobernar durante el día y hacer campaña por la noche. Tampoco estará implicado en una competició­n que, en una izquierda hecha trizas, pletórica de candidatos que se detestan, probableme­nte se parezca a una pelea entre perros y gatos.

En vez de aferrarse al poder, François Hollande dignificó la función pública al darle prioridad “al futuro del país”.

Y, aun cuando no lo haya admitido con todas las letras en su intervenci­ón ante las cámaras de televisión, se plegó a las consecuenc­ias de una promesa que no pudo cumplir: reducir el desempleo en forma rápida y considerab­le. De ese modo, la palabra política ganó en credibilid­ad y el hombre, en estatura.

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