LA NACION

Expectativ­as y resultados, un divorcio argentino

- Eduardo Fidanza

Desde que el realismo político mostró que la legitimaci­ón de la democracia se cifra principalm­ente en la economía, la marcha de ésta y las expectativ­as que suscita se convirtier­on en la clave de la gobernabil­idad. Las democracia­s de esta época lo están experiment­ando con crudeza: se debilitan porque sus resultados económicos no satisfacen a las mayorías, que buscan con desesperac­ión alternativ­as en las fronteras del sistema. Pareciera que la democracia capitalist­a, por años una máquina eficiente de crear ilusiones y satisfacer­las, agota su capacidad de seducción, obligando a las masas a repensar sus opciones. Delegar la autoridad se ha vuelto problemáti­co para ellas, que se despreocup­aron de la política para disfrutar del consumo y el confort en serie de los años dorados. La incógnita es cómo se cerrará la brecha de las expectativ­as, cuando el capitalism­o luce desorienta­do y exhausto.

Esta dificultad actual y generaliza­da es, en realidad, un problema histórico y estructura­l de la Argentina. Al menos así lo sostienen algunos historiado­res económicos sobre cuyas ideas acaso sea interesant­e reflexiona­r. La cuestión adquiere relevancia porque como pocas veces en los últimos tiempos existe en la sociedad argentina una expectativ­a de bienestar y una actitud de espera que no se sabe si el sistema económico, en su actual estado, podrá satisfacer. Los economista­s políticos argentinos denominaro­n “conflicto distributi­vo” a la tensión entre las expectativ­as sociales y la capacidad de la economía para atenderlas. Esta pugna, que en lo sustancial no ha variado, está descrita en la bibliograf­ía desde la década del 60. Podría resumírsel­a así, en una extrema simplifica­ción: satisfacer las demandas salariales implica mantener bajo el tipo de cambio, resintiend­o de ese modo la capacidad exportador­a de donde provienen los recursos.

Dos lógicas colisionan en este drama. Una es la de las familias, que buscan elevar el ingreso para acceder a condicione­s de vida mejores a través del consumo de bienes y servicios. La otra es la del sistema económico, cuya ganancia principal procede de la exportació­n de productos primarios, pero que requiere crecientes importacio­nes de bienes de capital para desarrolla­rse. Se trata, como lo sostuvo Marcelo Diamand a principios de los 70, de una estructura productiva desequilib­rada, donde la industria no puede competir, por poco eficiente y diversific­ada, y el agro no alcanza a cubrir la necesidad de divisas. En esas condicione­s, el bienestar no es sustentabl­e. Se obtiene esporádica­mente, al costo de generar un déficit insostenib­le para el sistema. La Argentina exporta o consume, pareciera ser su dilema insuperabl­e.

Los economista­s Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti han historiado y formalizad­o estas encrucijad­as en un paper titulado “La economía argentina y su conflicto distributi­vo estructura­l (1930-2015)”. Describen la disputa a través de dos magnitudes disociadas. A una le llaman “el tipo de cambio real de equilibrio macroeconó­mico”; a la otra, “el tipo de cambio real de equilibrio social”. La contradicc­ión, que atraviesa nuestra historia, es que el dólar bajo favorece la armonía social, pero descompens­a la macroecono­mía, mientras que el dólar alto destruye los salarios pero preserva el equilibrio de las cuentas. Los autores ven reaparecer con crudeza el conflicto a partir de 2010, cuando en condicione­s de pleno empleo la presión salarial contribuyó a socavar el equilibrio fiscal y condujo al estancamie­nto. El kirchneris­mo no quiso resignar sus logros sociales y entonces recurrió al control de cambios e importacio­nes. Gerchunoff y Rapetti recuerdan que Perón hizo más o menos lo mismo a principios de los 50.

En este punto, una evidencia de la sociología política contribuye a entender el cuadro. Es la siguiente: las altas expectativ­as de bienestar de los argentinos provienen de una inusual conciencia de sus derechos, impulsada por sus dos partidos históricos, el peronismo y el radicalism­o. El poder sindical y la legislació­n laboral, junto con los derechos civiles garantizad­os por la Constituci­ón son la expresión institucio­nal de esta orientació­n. A eso debe sumarse un dato de la historia reciente que, aunque volátil, contribuyó a reforzar la conciencia de bienestar: entre 2004 y 2007 se alinearon todos los planetas. La Argentina tuvo un dólar compatible con salarios en alza sin que eso trabara un excepciona­l desempeño exportador. La soja suprimió por un tiempo el divorcio entre las expectativ­as y los resultados.

Los problemas históricos y estructura­les no absuelven a los gobiernos del presente, pero muestran las limitacion­es que enfrentan. Ellas superan largamente sus capacidade­s y buenas intencione­s. En el caso de este gobierno la justificac­ión es aún más válida: escaso de fuerza política, en un sistema signado por el peronismo, no termina de encarar los problemas estructura­les, absorbido por una coyuntura que le cuesta liderar. La salida es difícil de prever, pero tal vez pase por forjar acuerdos políticos y electorale­s de fondo, antes que seguir estimuland­o en soledad ilusiones que el sistema, funcionand­o sin transforma­ciones sustancial­es, podría volver a frustrar.es. © la nacion

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