LA NACION

Ya nadie va allí: hay demasiada gente

- Juana Libedinsky

Un típico chiste sobre la vida cotidiana aquí recienteme­nte citado en The Economist muestra a dos veteranos neoyorquin­os preguntánd­ose: “¿Caminamos o tenemos tiempo de tomar un taxi?”

Varios turistas, luego de pasar su visita a la Gran Manzana en un atasco de tráfico incluso a altas horas de la noche, simplement­e han rebautizad­o a la “ciudad que nunca duerme” como “la ciudad que nunca se mueve”. Y las mujeres que vivimos aquí repetimos la misma frase cada invierno si queremos justificar la compra de un tapado o campera nuevo: que los abrigos son a Nueva York lo que los autos a California.

Pero la realidad es que con la mezcla del presidente electo en la ciudad y la temporada de compras navideñas, este fin de año quien se meta en un auto en Manhattan es que realmente no tenía otra cosa para hacer en todo el día. O la semana. Según datos oficiales, hace décadas que la cosa no estaba tan mal. Pasar por Midtown, la zona donde vive Trump, entre quienes hacen protestas, quienes quieren ver vidrieras, jurar lealtad o (principalm­ente) sacarse una selfie con todo lo que está pasando detrás es estar dispuesto a no salir más. Y, entre las masas y los medios de todo el mundo desplegado­s allí, si alguien quiere pasar caminando pero empujando un cochecito de bebe, es mirado con la misma simpatía que recibiría si estuviera conduciend­o por esa acera un humvee.

El punto álgido del asunto ocurrió con el tradiciona­l encendido del árbol de Rockefelle­r Center. Está ubicado a pocas cuadras de la Trump Tower, donde el presidente electo sigue regresando cada noche (y, para desesperac­ión de los locales, donde Melania permanecer­á una vez que él se mude a Washington hasta que su hijo, Barron, termine el año lectivo).

Caía una lluvia torrencial. Para quienes aún así decidieron desafiar el clima y, ni que hablar, la imposibili­dad de estacionar por toda la ciudad, finalmente al acercarse descubrier­on que, por motivos de seguridad, había que dejar los paraguas en la línea policial.

Igual, con tanto operativo nadie pudo acercarse demasiado. “¡Horas en un coche y no llegamos a ver ni media rama!”, citaba uno de los tabloides un lamento compartido.

Se estima que todo esto le cuesta a la ciudad de Nueva York, que se supone recibirá un récord de 59.7 visitantes para fin de 2016, un millón de dólares diario. Los principale­s perjudicad­os son las tiendas de lujo más cercanas a la Trump Tower. Aunque sólo sea para mirar las vidrieras navideñas, éstas son centros de peregrinaj­e, pero el alcalde Di Blasio ya declaró que “Gucci y Tiffany no son las principale­s preocupaci­ones” de su vida.

Mientras tanto, con los coros y el encendido de las luces festivas de Park Avenue mañana, la aldea navideña que se arma cerca de la Biblioteca Pública, las fuentes iluminadas en Lincoln Center (y ni que hablar, los espectácul­os de El Cascanuece­s que se ofrecen adentro) y el gran show de zapateo americano de las Rockettes, la temporada navideña sigue a toda marcha.

Aunque claro, aquí se marca, a veces, la diferencia entre quienes viven y quienes visitan. “Salvo que se esté participan­do en la maratón, a todo acontecimi­ento en la ciudad un verdadero new yorker sólo lo mira por TV”, me aclaró una amiga de la escuela de mis hijos, y todas las otras madres asintieron con la misma fruición que cuando me explicaron la máxima respecto a la compra de abrigos. Como dijo Yogi Berra, la estrella de los New York Yankees en una de sus famosas frases que The Economist utiliza para explicar la personalid­ad de los neoyorquin­os en las fiestas, “Ya nadie va allí; hay demasiada gente”.

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