LA NACION

Deben ser los caranchos, deben ser

- Jorge Fernández Díaz

Ala mordaz jungla de la política, donde anidan desde hace tiempo los “gusanos” anticastri­stas y los “gorilas” del antiperoni­smo, se agrega ahora un ave autóctona de larga tradición: el “carancho”. Injustamen­te olvidada en el catálogo de la decadencia, esta especie carnívora se ha dedicado durante años a depredar el Estado cuando su facción gobierna y a cobrar protección cuando corretea en el llano; a justificar su rapiña en nombre de pobres y ausentes, y a aprovechar que su víctima queda exangüe para desplegar su furibundo escarnio y preparar su suicidio asistido. El carancho tiene predilecci­ón por picotearte los ojos; necesita verte caído y fuera de juego. El caranchism­o es un virus pedigüeño y extorsivo, pero también destituyen­te –aunque el plumífero puede adoptar distintas tácticas temporales – puesto que hay en la pajarera vernácula caranchos urgentes y caranchos con paciencia. Todos, sin embargo, conciben a la democracia republican­a como una sandez neoliberal, a las presidenci­as no peronistas como una intrusión intolerabl­e, y a cualquier coalición que no sea la propia como una partidocra­cia cipaya con destino de helicópter­o.

La verdad sea dicha, estas últimas ideas son la primera materia que te enseñan cuando entrás en el peronismo, aunque no deberían confundirs­e de ninguna manera los tantos: así como por suerte hay cada vez más peronistas modernos y republican­os, también pernoctan caranchos en otras fuerzas políticas. Es que por imitación y didáctica, caranchear ha sido una práctica transversa­l y contagiosa dentro y fuera del jaulón movimienti­sta. Resulta cierto, no obstante, que el dirigente peronista debe luchar particular­mente con esa tara de origen, con el pequeño carancho que le han inoculado y todavía lleva adentro. Para algunos ser peronista implica, aún en la actualidad, creer esa infamia según la cual únicamente ellos encarnan la patria y el pueblo, mientras los demás somos inexorable­s gerentes del imperialis­mo y la oligarquía. En parte el peronismo se ha alejado de esa superstici­ón soberbia y ha evoluciona­do (hoy su renovación resulta esencial para la democracia), el sindicalis­mo hace lo que puede en medio de una recesión y las organizaci­ones sociales son actores ineludible­s en un país que precisamen­te los justiciali­stas dejaron con altísima inflación, 30 por ciento de pobreza estructura­l y un boom del narcotráfi­co. A propósito, al cierre de esta edición no se ha oído una autocrític­a profunda y sincera acerca de estas hecatombes. Sí se escuchan todos los días declaracio­nes destemplad­as y se ven dedos levantados. Y se registran cómicos zigzagueos como cuando peronistas parlamenta­rios acompañan responsabl­emente los proyectos del gobierno constituci­onal, y de repente giran en el aire e imponen ocurrencia­s demagógica­s y carísimas, para al día siguiente salir bien temprano por la radio y denunciar el peligroso aumento del déficit fiscal. Que ellos mismos engordaron. O cuando gremialist­as deslizan en voz baja: “Quiero estar cerca de Macri para manotearle fondos”. O cuando líderes de base revelan entre amigos su gran estrategia: “Sacarle todo lo que le podamos sacar”. Ciertos gobernador­es e incontable­s intendente­s, matándose de risa, refieren lo mismo cuando los micrófonos están apagados. Como bien señala el sociólogo Rolo Villar, qué lindo es hacer beneficenc­ia con la plata ajena. Y yo agrego: qué cómodo es exprimir a la vaca para después tirarla a la parrilla.

El caranchism­o no exime de responsabi­lidad, por supuesto, a los chicos del Excel. Que son vulnerable­s al vuelo del carancho y que muchas veces actúan como víctimas perfectas: recibieron la empresa quebrada y un inesperado viento de frente, repartiend­o raciones se fueron quedando sin torta, ahora revientan la tarjeta y calman los ánimos, pero no tienen ni siquiera la chance de pegar un puñetazo en la mesa y aplicar castigos, puesto que su propia grey no toleraría semejante “autoritari­smo kirchneris­ta”: lo votaron para las antípodas, desde un buenismo reparatori­o que todavía pinta bien en las encuestas. Pasa que muchas veces los pueblos encumbran candidatos con modales de señorita, y cuando la economía no despierta, añoran líderes con lenguaje de puerto.

Visto en perspectiv­a, su modelo de gobernabil­idad fue demasiado oneroso y nunca conectó con el plan de estabiliza­ción. El Gobierno pagó lo que no tenía, complicó así una economía ya destrozada y no logró desarmar la bomba más peligrosa de todas: la Argentina sigue viviendo por encima de sus posibilida­des. Pero por favor no despierten al soberano; por lo menos hasta que comience a consumir y vuelva a entrar en el cuarto oscuro. ¿Tenía Macri alguna alternativ­a? El shock se lo hubiera llevado puesto, pero el gradualism­o lo está quemando vivo. Evitó vetos, paros generales e incendios callejeros, pero la cuenta que trajo el mozo al final de la comilona da vértigo. Históricam­ente, y como ya se dijo, en este país el que paga la fiesta organiza su propio funeral. Pero no pagar también puede llevarte a la tumba. El diagnóstic­o íntimo del macrismo resultó de algún modo simplista: el mal desempeño de quienes nos precediero­n tuvo que ver con la incapacida­d y la corrupción; por lo tanto, con transparen­cia y ejecutivid­ad el problema argentino se soluciona. Se descuenta que el cambio ha tenido el rumbo correcto, pero también que es insuficien­te: el nudo del gran fracaso nacional es mucho, mucho más complejo. ¿Se habría podido evitar el chantaje semanal de los caranchos si Cambiemos hubiera aceptado la oferta de Pichetto? ¿Se hubiera podido firmar un acuerdo de gobernabil­idad que ahorrara déficit y sorpresas? ¿Habrá tiempo todavía para realizarlo o la inminente campaña electoral ya lo hace imposible? ¿Sería utópico rubricar ese pacto patriótico y colocarlo bajo un paraguas? A Macri le encanta armar rompecabez­as todas las noches con su hija en Olivos; toma esa gimnasia como un desafío a la autoestima. Le hará falta toda su energía mental para descifrar estas encrucijad­as mayores de la República. Porque es alérgico a los acuerdos integrales, porque Durán Barba le recomienda (tal vez acertadame­nte) seguir dividiendo entre “lo nuevo y lo viejo”, porque algunos funcionari­os sostienen que la combinació­n entre el caranchism­o cultural de los otros y la caja propia garantiza la paz social, y porque intuyen que el cristinism­o está furioso precisamen­te a raíz de que Macri actúa una sorpresiva faceta de Néstor: billetera y expectativ­as, sin tanto rigorismo económico. Y que todo eso puede retardar el esperado “estallido” y hasta hacerle ganar las elecciones de medio término. Macri se comporta como peronista, algo que inquieta a ciertos caranchos, y hace presuntos convenios bajo la mesa con Bergoglio. Los caranchos más radicaliza­dos anhelan que gire a la derecha. La derecha también.

Estos dilemas y paradojas no se debatieron en Chapadmala­l, aunque simultánea­mente el jefe de Gabinete le reconoció a la nacion algo relevante: “El déficit no es sostenible a mediano plazo”. El país, agregó otro ministro, pasó de terapia intensiva a intermedia. Toda esa sinceridad tranquiliz­a porque descarta la ceguera y la negación, pero es imposible que calme a las aves carroñeras. El oficialism­o se debe un retiro en serio y un rediseño, y la oposición, un autoexamen honesto sobre su larga historia de trastadas y sobre su caranchism­o inercial. Y a nosotros, los ciudadanos de a pie, nos asiste en tanto el derecho a la indignació­n. Es un derecho humano e irrenuncia­ble.

Macri evitó vetos, paros e incendios, pero la cuenta que trajo el mozo da vértigo. El shock se lo hubiera llevado puesto, pero el gradualism­o lo está quemando vivo

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