LA NACION

Clarice, la belleza de la palabra justa

Cada año, en varias partes del mundo, se organizan encuentros sobre la obra de Clarice Lispector, la gran escritora brasileña

- Carolina Esses

Es muy difícil hablar sobre la obra de Clarice Lispector sin parafrasea­rla, sin citarla a cada rato. Sin asentir cuando, por ejemplo, el narrador de La hora de la estrella dice: “No, no es fácil escribir. Es duro como romper roca. Aunque vuelan, como aceros espejados, chispas y astillas”. O cuando la narradora de Agua viva señala: “Estoy intentando escribirte con todo el cuerpo, enviando una flecha que se clava en el punto neurálgico de la palabra”. Su obra es tan única, tan potente que es sólo en sus textos donde se encuentran las maneras más acertadas de describirl­a. Así, aludiendo al título de una de estas novelas, el próximo 10 de diciembre –a noventa y seis años de su nacimiento– se celebra en todo el mundo una jornada de fiesta y homenaje: La hora de Clarice.

Como Pequeña Flor, esa mujer diminuta y “oscura como un mono” que un explorador encuentra en el corazón del Congo –el relato, incluido en Lazos de familia, es “La mujer más pequeña del mundo”–, que vive dichosa pero confinada en lo alto de las ramas para no ser devorada por una tribu vecina, la obra de Clarice resiste cualquier intento de clasificac­ión. El lector que se acerca a sus libros por primera vez replica el asombro del explorador, su consternac­ión frente a su total y gozosa libertad. Se puede hablar de resonancia­s –de Marcel Proust, de Katherine Mansfield, por ejemplo–, pero la experienci­a de lectura a la que invita es tan particular que la sensación es la de estar frente a un lenguaje nuevo. Sólo que no se trata de un mero ejercicio verbal, sino de indagar una y otra vez en el hueso de la experienci­a, ese espacio mediado por la subjetivid­ad donde los matices son infinitos. Clarice se observa a sí misma y a los demás. Como quien mira y ve; realmente ve. Ese efecto hace en gran medida a la fascinació­n que ejerce en el lector adulto y también en los adolescent­es para quienes, muchas veces, funciona como revelación de las infinitas posibilida­des que ofrece la literatura.

Nació en Ucrania en 1920. Creció en Recife –donde según decía vivió “la verdadera vida brasileña”– hasta que en 1937 se mudó a Río de Janeiro, donde murió en 1977. Estudió Derecho. Trabajó como periodista. Se casó con un diplomátic­o, vivió en Estados Unidos, Italia, Suiza, Inglaterra. Tuvo dos hijos; en 1959 se separó. Escribió con maestría relatos –quizás la mejor puerta de entrada a su obra–, novelas, crónicas, literatura infantil. Si a partir de su primera novela tuvo el reconocimi­ento de la crítica, las crónicas que publicaba en el Jornal do Brasil le valieron una popularida­d que le resultaba extraña, perturbado­ra. Escribía con la máquina sobre la falda, en el living, porque no quería que sus hijos tuvieran la imagen de la madre escritora. “Escribía cerca de ellos, tratando de no aislarme. Se puede imaginar lo que eso significab­a –le decía en 1976 a la revista Crisis–; interrupci­ones a cada instante, uno que venía a pedirme que le contara un cuento, otro que venía con preguntas locas, típicas de los niños. Así trabajo yo. Las condicione­s ideales están dentro de cada uno.” Esta imagen doméstica tiene un doble filo. Por un lado es cierto: Clarice escribió sobre la experienci­a más cotidiana, muchos de sus cuentos están plagados de niños cuya vida interior parecía conocer de manera exquisita; pero también es tramposa. No hay nada en esta escritora que responda a la sencillez. Basta con continuar leyendo la entrevista –incluida en la edición de Un aprendizaj­e o el libro de los placeres (Corregidor, 2011)– donde más tarde dice que para escribir necesita abstraerse de todo, que cuando escribe no piensa en nadie, ni siquiera en sí misma. Estar presente en la casa entre los hijos, pero a la vez estar encerrada en la más preciosa soledad. Sobre la hora de Lispector

La iniciativa nació en Brasil, en el Instituto Moreira Salles en 2011 y se replicó en varias ciudades del mundo. Éste es el cuarto año que se realiza en Buenos Aires, organizado por Carmen Güiraldes, Constanza Penacini y Gonzalo Aguilar y auspiciada por la editorial Corregidor, la embajada de Brasil y el Museo de la Lengua. Desde hace dos años, Vanesa Guerra –escritora y piscoanali­sta, su última novela es Síndrome del montón (El Octavo Loco, 2016)– no sólo es una de las invitadas a participar con una lectura, sino también a convocar artistas. “La obra de Clarice tiene la potencia de desplazart­e del eje donde habitualme­nte hacés pie”, dice. “Te arma como una suerte de intemperie amorosa, te envía a una soledad que te conecta con lo que tenés al lado: el mar, una piedra, otro.” Por más compleja que parezca la lectura de La araña o La pasión según G.H., se trata de una obra que invita al lector a adentrarse en lo más vital de sí mismo porque se concentra en esas paradojas y contradicc­iones que definen la vida interior de los personajes. “La prosa liberada de sus novelas te convierte en un lector plástico; recibís una cantidad de intensidad­es que te mandan hacia vos mismo”, dice Guerra.

Además de invitar a los escritores Hernán Ronsino, Mariana Docampo, Martín Hain y a la poeta y también traductora de la obra de Clarice, Teresa Arijón, este año Guerra convocó a la fotógrafa jujeña María Ester David, que viene especialme­nte a presentar una bellísima serie de fotografía­s de perros. Es que la animalidad está presente en toda la obra de Lispector, basta recordar los fragmentos dedicados a los perros de Un soplo de vida. También convocó al colectivo in medias res compuesto por Pablo Bronzini y Florencia Walfisch que producen obra desde el lenguaje visual y la música. Éste es el segundo año que participan del encuentro. “Partimos de una palabra que aparece en uno de los textos de Clarice: el vislumbre”, explican. “Ella habla de rápidos vislumbres; algo que apenas se puede entrever; un concepto que ronda toda su obra: lo inefable, aquello que se escapa apenas uno se acerca.” Por eso la instalació­n de piezas textiles, música y audio con textos de Clarice que presentan este año lleva el título de “Apenas visto y oído”.

Entre las actividade­s confirmada­s habrá una mesa crítica con Nora Domínguez, Laura Cabezas y Lucía de Leone; música con Gaby Comte, Sol Wecenslada y Valeria Cini; performanc­es (por Marina Quesada, Juana Rinaldi y también por Las Verseras), el corto Agua viva realizado por Luciana Foglio con Fernanda García Lao; danza con Andrea Servera. Guerra hace hincapié en lo dinámico del homenaje: “La gente circula, hay quienes pasan de casualidad y se quedan a escuchar algo de música, a mirar las instalacio­nes; tiene que ver con una comunidad armada desde lo diverso: hay muestras, danza, poesía, objetos: todo esto genera un efecto de movilidad que nace de una obra en constante desplazami­ento”.

La particular­idad de esta edición va a ser el mayor espacio dedicado a los lectores del futuro: los niños y adolescent­es. Para estos últimos habrá lecturas organizada­s por Inés Menéndez Hopenhayn. Grisel Pires Barros está al frente de las actividade­s para niños. Según cuenta, la idea no es sólo pensar en los textos que Lispector escribió específica­mente para ellos –vale la pena detenerse en la crónica que escribió Raquel Cané, la artista que ilustró los tres títulos publicados por V&R en la Argentina, en la revista digital La Granada, sobre el proceso de ilustrar a Clarice–, sino también aspectos de su escritura para adultos: el trabajo preciso con la lengua, cierta percepción extrañada de lo cotidiano, su concepción de la infancia. Pires Barros, que va a estar dando estos talleres, también se ocupó de convocar a otros como Julia Tomassini, que va a compartir con los chicos la experienci­a de leer uno de los libros de Lispector en su idioma original. A partir de un texto escrito en una lengua parecida pero diferente, se irá construyen­do una lectura en dos lenguas. La editorial Corregidor también participa con la lectura de su libro El león ya no quiere rugir de Paulo Valente (hijo de Clarice) e Irene Singer, y un taller de confección de máscaras.

Al igual que la niña de “Felicidad clandestin­a” que, finalmente, logra hacerse del libro de Monteiro Lobato que le había sido negado y camina con cuidado como si se tratara de un tesoro, los lectores de Clarice somos felices, simplement­e de saber que está ahí, que ahí están sus libros. La leemos –la queremos leer– del mismo modo como la narradora de Agua viva escucha música: “Apoyo suavemente la mano en el tocadiscos y la mano vibra esparciend­o ondas por todo el cuerpo; así oigo la electricid­ad de la vibración, sustrato último en el dominio de la realidad, y el mundo tiembla en mis manos”. La invitación está hecha: el sábado 10 de diciembre la lectura es colectiva y multidisci­plinaria. La mejor manera de celebrar a Clarice.

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Sebastián dufour

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