LA NACION

lecciones de una semana que conmovió al fútbol

- Diego Latorre

Pocas semanas han conmovido tanto al mundo del fútbol como la que acaba de terminar.

Primero fue el accidente en sí mismo, el final dramático de un equipo con el que nos habíamos encariñado. Hastiados como estamos de ver siempre el triunfo de los poderosos, y necesitado­s de creer que el éxito del más débil es una forma de saneamient­o, la gente, el hincha, todos, empatizamo­s con equipos como Atlético Chapecoens­e o Leicester City porque son la vía para pensar que no todo está perdido o pactado de antemano.

Después, y sin tiempo para reponernos, llegó la respuesta del fútbol. En todo el planeta, pero especialme­nte en el estadio Atanasio Girardot. La noche del miércoles en Medellín, y simultánea­mente en Chapecó, los aficionado­s colombiano­s y brasileños nos permitiero­n incorporar a nuestros archivos personales imágenes que serán imborrable­s para quien las haya contemplad­o.

La vida de vez en cuando te da un cimbronazo, con episodios que marcan un antes y un después, que abren la puerta a la reflexión, a pensar dónde estamos, qué nos ha pasado, qué es lo que queremos. Y este es el caso.

La conclusión más evidente es que no pueden convivir bajo el mismo paraguas la solidarida­d y el dolor provocados por la tragedia del Chapecoens­e con la violencia, la corrupción y la falta de transparen­cia que nos sacuden cada día. El mismo fútbol no puede cobijar a los hinchas genuinos que homenajear­on a las víctimas y a los barras bravas que matan por dinero; no caben en el mismo espacio la nobleza y los valores del juego junto a la postura cínica de la industria que lo pervierte.

En estos días se ha demostrado que el fútbol tiene varias deudas que saldar pero también mucho para ofrecer. Que su verdadero dueño es el pueblo, no los empresario­s ni los negociante­s. Y que será tarea de todos expulsar de este ámbito a quienes dan la espalda a los sentimient­os colectivos, a los titiritero­s que quieren manejar nuestras emociones en función de sus intereses.

Pero lo sucedido en Medellín también deja otras aristas para el análisis. Por ejemplo, el papel de los futbolista­s en la logística de un club. En su momento, cuando me tocó vivirlo desde adentro, me dejé llevar por la corriente. Buscaba mi propio horizonte y no fui consciente, no me interesó hacer nada por el bien común, por mejorar mi oficio. Y fue un error.

El fútbol tiene varias deudas que saldar, pero también mucho para ofrecer

El jugador es el último eslabón de la cadena en muchísimas cosas del día a día. Por ejemplo, sabe que tiene que viajar, pero desconoce cómo va a hacerlo, dónde se va a alojar, qué va a comer... No se entera de nada y tampoco pregunta, ni discute, ni mucho menos decide. Sólo acata las normas, pone la cola en el asiento del avión o el micro que le indican y se deja llevar.

En definitiva, y aunque el imaginario popular crea que todo futbolista es un Messi, en el 80 por ciento de los casos no escapa a ciertas reglas generales del trabajador común. Es verdad que tiene una vida cómoda en muchos aspectos, con gente dedicada a simplifica­rla hasta en los aspectos más triviales. Pero por otro lado también es alguien indefenso que va realizando concesione­s hasta dejarse engullir por un sistema que muchas veces lo maltrata y lo oprime.

Una única vez fui testigo de una especie de rebelión. Fue en La Habana, durante una pretempora­da con Boca. La organizaci­ón nos había enviado a un alojamient­o demasiado precario. Entonces, algunos de mis compañeros mayores se negaron a bajar del micro y obligaron al cambio de hotel. Defendiero­n sus derechos y los de todos nosotros, nos estaban enseñando un camino que después no supimos seguir.

Esta es otra lección que nos ofrece la catástrofe del Chapecoens­e. Los jugadores debemos implicarno­s más en todo lo que nos rodea y romper la burbuja con la que intentamos protegerno­s del entorno. Por supuesto que los profesiona­les que forman parte del cuerpo técnico deben guiar los pasos por dar, pero los protagonis­tas que entran en la cancha no tendrían que mantenerse tan ajenos a los aspectos organizati­vos. Para protegerse, pero también para ser parte de las soluciones.

Más allá de ganar o perder un partido, el fútbol debería ser una excusa para brindarnos momentos de felicidad. Ojalá que las conmocione­s sufridas esta semana valgan para emprender por fin un viaje en esa dirección.

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