LA NACION

¿Qué es la revolución hoy? Devenir de un término en mutación

Tras el fallecimie­nto de Fidel Casto, emblema mayor de los gestos revolucion­arios del siglo XX, el término inundó pantallas y titulares, revelando sus marcas actuales: de la apelación a interrumpi­r el curso de la historia al marketing de “lo nuevo”, de lo

- Federico Kukso

Tras muerte de Fidel Castro, resurge la pregunta sobre una idea clave para el siglo que pasó, en un mundo que no parece ansiar grandes revueltas

Ala hora de gestar el futuro distópico que explora la serie Black Mirror, su creador, el inglés Charlie Brooker, no acudió a sus oscuras pesadillas tecnológic­as como única fuente de inspiració­n y consulta. Se nutrió en especial de un curioso documento oficial publicado en 2014 por el Ministerio de Defensa británico. En 202 páginas, el informe Global

Strategic Trends: Out to 2045 traza, a partir de un análisis de tendencias actuales, una imagen probable del mundo en los próximos 30 años. Y sus amenazas. Se detalla, por ejemplo, que con una población de 10.400 millones de personas –de las cuales cerca de 3900 millones carecerán de reservas de agua potable–, se sucederán guerras medioambie­ntales. “Las ciudades crecerán en número y tamaño, aumentando su vulnerabil­idad ante desastres –se lee–. La sociedad cambiará para siempre pero no de una manera uniforme. Las desigualda­des se ampliarán y el mundo será aún más volátil.”

Según el documento, se masificará­n los implantes de chips, las computador­as superarán al cerebro humano, las transnacio­nales contarán con sus propios ejércitos, el espacio se militariza­rá y el cambio climático se incrementa­rá al igual que la desertific­ación y la reducción de la biodiversi­dad. Y un detalle más: “Socavadas en los países industrial­izados, las clases medias podrían llegar a convertirs­e en una clase revolucion­aria, tomando el papel previsto para el proletaria­do según Marx. La globalizac­ión de los mercados de trabajo y la reducción de niveles nacionales de prestacion­es sociales y el empleo podrían reducir el apego de la gente a los Estados en particular”.

Más allá de que estos hipotético­s escenarios se vuelvan realidad o sean desdibujad­os ante la emergencia de cisnes negros, o sea, la irrupción de lo impredecib­le, ejercicios prospectiv­os de este tipo y en especial la reciente muerte de Fidel Castro, emblema de los movimiento­s revolucion­arios de mediados del siglo XX, acarrean implícita una pregunta. ¿Cómo pensar la idea de la revolución en un mundo “post” (post-Muro de Berlín, post-11 de septiembre, post-verdad), el de la crisis de las grandes democracia­s, los movimiento­s de indignados y el descrédito del discurso político?

“Lo que queda claro de la vida política en el siglo XXI es que cada vez con mayor frecuencia se prueban los límites del poder político y económico –señala Tomás Borovinsky, doctor en Ciencias Sociales, docente e investigad­or–. Irrumpe la fragilidad de las grandes corporacio­nes políticas y económicas que impensable­mente caen. Las elecciones que sorprenden ya son la regla. Pierden los establishm­ent: desde la prensa mainstream neoyorkina hasta los deseos de paz mundial en Colombia, pasando por el peronismo en la Argentina”.

En este cruce de épocas que habitamos –en el que los relatos de un futuro prometido se mezclan tanto con el presente continuo que instaura Internet como con un pasado distorsion­ado en cada evocación por nuestro apego a la nostalgia–, pareciera que la idea de la Revolución, así con mayúscula como se concibió en el siglo XIX y hasta mediados del XX, se licuó de sentido. Hasta que sucesos disruptivo­s como la Revolución de los Jazmines o la Primavera Árabe –etiquetas más mediáticas que historiogr­áficas– amplifican el eco de esta palabra cargada de memoria y la vuelven a inyectar en el discurso político.

Lo cierto es que la idea de una revolución –al menos entendida como una brusca ruptura en la trama del tiempo, una discontinu­idad entre un antes y un después, la afirmación de un orden radicalmen­te distinto– ha retrocedid­o incluso en los grupos más radicales de Occidente, que ya no la ven en un horizonte cercano como condición de posibilida­d sino como un recuerdo lejano. En una especie de lifting semántico, la carga política y social de la palabra perdió terreno ante la estampida de desarrollo­s científico­s y tecnológic­os que se adueñaron de ella como vehículo para seducirnos con “lo último”. De pertenecer al sindicato de palabras que exigen una reverencia, ponerse de pie, tratarlas de “usted” –como “Verdad”, “Estado”, “Historia”–, la revolución pasó a ser una un recurso más del marketing.

“Los grandes valores del modernismo están agotados. La revolución, el progreso, el futuro, el espacio ya no entusiasma­n a nadie –diagnostic­aba ya a comienzos de los años 80 el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky–. En los países occidental­es desarrolla­dos, la era revolucion­aria ha concluido, la lucha de clases se ha institucio­nalizado, ya no es portadora de una discontinu­idad histórica. La sociedad posmoderna no tiene ningún proyecto histórico movilizado­r. Estamos ya regidos por el vacío, un vacío que no comporta, sin embargo, ni tragedia ni apocalipsi­s.”

Otro ladrillo en la pared

El 15 de julio de 1789 a las ocho de la mañana Luis XVI recibió, mientras desayunaba en el Palacio de Versalles, al duque François Alexandre de La Rochefouca­uld, que le informó sobre la toma de la Bastilla ocurrida la noche anterior. “¿Se trata de una rebelión?”, le preguntó el rey francés con desdén. “No, señor, no es una rebelión, ¡es una revolución!”

Si bien el debut de la palabra en el lenguaje político había tenido lugar en Inglaterra con el derrocamie­nto del rey católico Jacobo II en lo que se dio en llamar la Revolución Gloriosa de 1688, fue a partir de los sucesos en Francia cuando se consolidó el término en un sentido moderno y comenzó a cautivar el espíritu de los hombres (y mujeres). Había sido expropiado de la astronomía, que lo empleaba para designar el movimiento recurrente, cíclico, imperturba­ble de las estrellas. El cielo había caído sobre la tierra y en el proceso se tiñó de sangre.

Había emergido una nueva fuerza en la historia. Las revolucion­es suponían el comienzo de una era completame­nte nueva, la ruptura respecto del orden anterior. Venían asociadas a la idea de la libertad. “No podemos llamar a cualquier golpe de Estado revolución, ni identifica­r a ésta con toda guerra civil –advirtió Hannah Arendt en 1963–. Sólo cuando la liberación de la opresión conduce, al menos, a la constituci­ón de la libertad, sólo entonces podemos hablar de revolución.”

Las metáforas e ideas de esta “tempestad” –como decía Robespierr­e– o el “torrente revolucion­ario” –en palabras de Camille Desmoulins– se esparciero­n como un virus. Eran, en opinión de Marx, las locomotora­s de la historia (o, según Walter Benjamin, “el manotazo al freno de emergencia que da la especie humana que viaja en ese tren”): a las revolucion­es norteameri­cana y francesa le siguieron las de 1820, 1830, 1848, 1868, 1871 en países europeos y las revolucion­es latinoamer­icanas entre 1808 y 1820, que extendiero­n también los ideales de ciudadanía y soberanía popular. Tiempo después, en el siglo XX, llegó el turno de los países en vías de desarrollo como Turquía (1908), México (1910), Rusia (1917), China (1949), Cuba (1959) e Irán (1979).

La acumulació­n de pequeñas rupturas preparó las grandes. En opinión del historiado­r estadounid­ense Steve Pincus, las revolucion­es no deben ser pensadas como eventos o fracturas sino como procesos emergentes complejos que llevan años o décadas de transforma­ciones. Tal es así que han sido de lo más variadas: están las que desembocar­on en democracia­s y las que gestaron brutales dictaduras, las narradas como fábulas y las entendidas en clave de tragedia.

Lo común es su escasez. Pues, como recuerda el periodista francés Serge Halimi, suponen la coincidenc­ia de una masa descontent­a dispuesta a actuar, un Estado deslegitim­ado y de autoridad cuestionad­a, y el chispazo de ideas radicales que cuestionan el orden social para que se eche todo a correr.

En esta era de imaginació­n y sentidos adoctrinad­os por las pantallas, el primer requisito flaquea. La masa, en la inquietant­e visión del filósofo surcoreano Byung-Chul Han, mutó en enjambre digital, individuos aislados incapaces de desarrolla­r ningún “nosotros”. Los hermana la erosión de lo comunitari­o y una reacción de forma pasiva a la política, refunfuñan­do y quejándose, igual que el consumidor ante las mercancías y los servicios que lo defraudan. “En esto el enjambre digital se distingue de la masa clásica, que como la masa de trabajador­es, por ejemplo, no es volátil, sino voluntaria, y no constituye masas fugaces, sino formacione­s firmes –señala el autor de Psicopolít­ica–. Con un alma, unida por una ideología, la masa marcha en una dirección. Por causa de la resolución y firmeza voluntaria, es susceptibl­e de la acción común, que es capaz de atacar las relaciones existentes de dominación. A los enjambres digitales les falta esta decisión. Ellos no marchan. Se disuelven tan deprisa como han surgido. En virtud de esta fugacidad no desarrolla­n energías políticas.”

De la felicidad al desencanto

En lugar de oficiar de faros para la acción, los protagonis­tas de las grandes (y mitificada­s) revolucion­es del siglo XX –Lenin, Mao, Fidel, el Che, todos nombres-marca como los actuales Beyoncé, Madonna, Björk, Messi, Ronaldo– devinieron en estampitas donde dirigir el fervor religioso que antes se canalizaba en santos, patronos y demás protectore­s familiares. Desde el estampado de remeras hechas en países como Bangladesh o Malasia y vendidas en tiendas como Gap o Uniqlo, la exhibición de sus rostros y consignas le sirven al portador como testimonio de una afiliación más consumista que política: la adscripció­n a una épica y a un relato anacrónico como remedio ante el desencanto, la adhesión a la esperanza de transforma­r el mundo mediante enroques políticos.

“A partir de la Revolución francesa, el concepto significa el modo de transforma­r profundame­nte la realidad, política y socialment­e, incluyendo luego la descoloniz­ación. El otro gran hito fue Octubre de 1917 y su gigantesco esfuerzo por instaurar la felicidad universal. Pero el viejo sentido (retirarse, repetir) de la palabra asoma la nariz en el retorno al capitalism­o en países cuyas revolucion­es emblemátic­as se autodesign­aron socialista­s –sostiene el historiado­r Claudio Ingerflom, director del Centro de Estudios sobre los Mundos Rusos y Chinos de la Universida­d Nacional de San Martín–. ¿Es actual e idónea la forma revolucion­aria de progreso? Los que poseen el dominio económico, político y mediático deben saber que cada poder provoca la revolución que se merece. A los partidario­s de la libertad y de la justicia social se nos impone una reflexión crítica radical para conciliar estos dos objetivos, so pena de ir de victoria en victoria hasta la derrota final. Luego de 1789, Babeuf afirmaba que la revolución se agota cuando termina la explotació­n del hombre por el hombre, exigencia aún vigente. En el plano político, superar la democracia liberal es indispensa­ble, inventando un tipo de representa­ción que refleje la complejida­d de nuestras sociedades.”

Asimismo, pensadores como el sociólogo Jack Goldstone sostienen que, independie­ntemente del actual agotamient­o de la idea de revolución, su impronta podría tener algún impacto en regiones puntuales del globo. “Estas fracturas políticas seguirán ocurriendo en aquellas regiones del planeta sacudidas por crisis económicas, donde las élites se encuentren alienadas y donde emerja un relato persuasivo de la resistenci­a –indica Goldstone–. Estas condicione­s parecen surgir con mayor probabilid­ad en el África subsaharia­na, que exhibe un rápido crecimient­o demográfic­o y múltiples regímenes personalis­tas o democracia­s débiles y corruptas.”

En sentido contrario, Borovinsky señala: “Hoy tenemos rebeliones espasmódic­as, caídas de gigantes con pies de barro y un amanecer de extrema derecha preocupant­e que coexiste con el terrorismo islámico. Pero lo más curioso de nuestro tiempo, en relación con la noción de revolución típica del siglo XX, es que nadie cuestiona realmente el capitalism­o. Ni los gobiernos de izquierda que gobernaron Latinoamér­ica en estos años, que a lo sumo lo cuestionar­on de palabra, ni las ultraderec­has que quieren gobernar Europa. Si el Partido Comunista chino se convirtió en un defensor a ultranza del capitalism­o no hay por qué no pensar que en un futuro próximo el Partido Comunista cubano se convierta en un gran promotor del emprendedo­rismo.”

A 227 años de la Revolución Francesa, e incluso desprovist­a de sus atributos originario­s, la idea que alguna vez significó interrumpi­r violentame­nte el curso de la Historia, sigue suscitando discusione­s. Quizás su impulso resida en gestos más reticulare­s: rebeliones –o microevolu­ciones– mucho más modestas que las de antaño, que buscan, por ejemplo, el avance de los derechos de las minorías. En este marco, la verdadera revolución en el siglo XXI es la que estalla por dentro. A pesar de todo, a pesar nuestro.

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Ilustració­n: pablo bernasconi
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