LA NACION

La eficacia, envuelta en su eterna paradoja

- Martín Rodríguez Yebra

Catorce años atrás, la Argentina pudo tener su Donald Trump. Eduardo Duhalde gobernaba con un hilo de legitimida­d un país devastado por la crisis e imaginó que la mejor salida para la sucesión era inventar un presidente antipolíti­co, un outsider famoso y exitoso en los negocios pero ajeno a la casta de dirigentes que enardecía a la población, un hombre que pudiera decir cosas incorrecta­s pero populares, sin pasado en el partido del poder pero contenido por su estructura.

El elegido, Mauricio Macri, declinó la oferta de ser candidato. En su lugar se acomodó Néstor Kirchner, un habitante del sistema que supo reinterpre­tar el papel de abanderado del pueblo.

Macri encaró la meta por la vía lenta y con la receta opuesta. Primero se convirtió en político, después centró su perfil en el combate del populismo. Ganó. Pero transcurri­do un año de su ascenso, los populistas rebosan de salud en el primer mundo y aguardan revancha en la Argentina.

El Presidente no logra resolver la paradoja de la eficacia, que en cierto modo explica los disgustos electorale­s de Barack Obama o de los liberales europeos: los gobiernos democrátic­os necesitan arreglar las causas de fondo que originan la bronca ciudadana, pero para hacerlo se requieren políticas que ese mismo malestar hace muy difícil aplicar. Para salir de la trampa Macri optó por el gradualism­o, una síntesis entre ajuste y asistencia­lismo. Si el remedio era el adecuado, lo que está fallando es la dosis: la recesión no cesa, las inversione­s demoran su aterrizaje, el déficit sigue volando.

Que el gobierno de los gerentes se empantane en la gestión (mientras sufre menos en el barro de la política) quizá sea el resultado más desconcert­ante de la era macrista.

El riesgo de fracaso potencia la tentación de usar las armas del enemigo: olvidarse de las reformas, usar parches de corto plazo, reflotar el discurso divisivo contra las élites corruptas que se arrogaron en el pasado la voluntad popular.

La cuestión no es tanto la fidelidad a una idea sino la capacidad para conseguir objetivos. En la Gran Bretaña de la primera mitad del siglo XX, Winston Churchill sacudió a un anquilosad­o Partido Conservado­r con su impulso a la salud pública, a las mejoras laborales, a la educación. Lo adaptó a los tiempos para salvarlo. Sus herederos actuales quisieron repetir la operación de rescate y abrazaron la retórica xenófoba y aislacioni­sta que empujó al Reino Unido fuera de Europa.

Son métodos distintos para enfrentar la ansiedad de los votantes que Macri tendrá que sopesar más temprano que tarde. La diferencia entre un oportunism­o y el otro es que el de Churchill dejó un país mejor.

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