LA NACION

Christian Boltanski “Todos los seres humanos somos peligrosos y todos estamos en peligro”

Declarado pesimista ante el rumbo de Europa, y obsesionad­o por la memoria y la identidad, este artista francés viene desarrolla­ndo monumental­es instalacio­nes en todo el mundo, la Argentina incluida

- Texto Diana Fernández Irusta | Fotos Mauro Francesche­tti. Gentileza Bienalsur

Uno de los artistas franceses de mayor presencia en el ámbito internacio­nal es –considerab­le paradoja para la escena cultural altamente institucio­nalizada de su país de origen – básicament­e un autodidact­a. Christian Boltanski vivió una adolescenc­ia casi sin escolariza­ción por sus dificultad­es de integració­n y, según cuenta él mismo, salió por primera vez solo a la calle cuando tenía unos 18 años. En una entrevista realizada en los años 90, aseguró que, de no ser por el arte y sus hermanos (uno de ellos, el prestigios­o sociólogo Luc Boltanski) “habría terminado en un asilo”. Pero no lo hizo. Muy por el contrario, construyó una trayectori­a artística que suele encuadrars­e en el “neoconcept­ualismo”, basada en el tema de la identidad y la memoria, donde la catástrofe del Holocausto suele latir como una presencia fantasmáti­ca. Hace cuatro años presentó, por primera vez en nuestro país, una serie de instalacio­nes y proyectos site specific en cuatro sedes de la Universida­d Nacional de Tres de Febrero, entre ellas el Hotel de Inmigrante­s: inmerso en la sugerente atmósfera del edificio, Boltanski concibió Migrantes, una obra que, a través de recursos sonoros, espaciales y lumínicos, convocaba la presencia y las voces de las miles de personas que pasaron por el lugar. Recienteme­nte volvió a la Argentina, para presentar un adelanto del proyecto que está preparando en el marco de la Bienal Inter- nacional de Arte Contemporá­neo de América del Sur (Bienalsur). En una de las salas del Hotel de Inmigrante­s, muy cerca de los ficheros que –otra de las obsesiones de este creador– resguardan el nombre y apellido de tantos seres anónimos para quienes escriben la historia, conversó con la nacion.

¿Cómo se siente al regresar al espacio donde presentó Migrantes?

En mi primera visita estaba lleno de polvillo, había cosas apiladas en todas partes. Ahora estoy muy contento de ver cómo está. Creo que es muy importante el papel de un lugar como éste: recordar al abuelo, al bisabuelo, y estar orgulloso de ellos.

La figura del migrante cambió mucho en el mundo en el último tiempo.

Pensaba en eso hace un momento; pensaba en todos los inmigrante­s que hoy en Europa son rechazados y mueren en el mar. Me decía que había sido un gesto muy generoso el de la Argentina de principios del siglo XX. Pero sé, también, que a fines de los años 30 muchos judíos que querían irse de Polonia fueron rechazados por la Argentina. Todos los pueblos son capaces de no ser generosos, aun los que son tan migrantes.

¿La aceptación del otro y el impulso de destruirlo a veces irían en paralelo?

Creo que el caso de la Argentina es distinto al de Francia. Porque en la Argentina se dice que “todos vienen de los barcos”. En Francia, de hecho, es un poco así, hubo muchas influencia­s de pueblos distintos. Pero los franceses, tontamente, piensan que son Vercingent­orix. Todos galos. Eso los hace más racistas.

¿Cómo percibe la actual crisis europea?

Europa era una enorme esperanza y hoy está en peligro. Creo que Rusia es un verdadero peligro; trabajé en Letonia y allí estaban aterroriza­dos… No soy muy optimista. Lo mismo en otras áreas: las costumbres se han vuelto más conservado­ras. Tuve la suerte de vivir en un país muy feliz: me hice adulto después de Mayo del 68, cuando había una especie de libertad; luego vinieron años maravillos­os para los artistas, con la gestión en Cultura de Jack Lang, la presidenci­a Mitterrand. En el mundo del arte, la gran diferencia que encuentro con respecto a los años de mi juventud es que ya no hay más dinero público; el dinero es privado y el poder pasó de los intelectua­les a la gente con poder económico.

¿Cuál es su posición, como artista, frente a esta realidad?

Trabajo con lo privado. Para mí es un poco triste. Pero también es verdad que en los Estados Unidos el arte siempre fue privado y funcionó bien.

¿La monumental­idad y los sitios específico­s son dos rasgos claves de su obra? ¿Tienen que ver con un tipo de búsqueda en particular?

Ya no expongo en galerías; sólo hago obras muy monumental­es. Una de las razones es que quiero que el visitante esté dentro de la obra, que se pierda en su interior. En parte por eso, casi el 90% de las obras que hago se destruye después de las exposicion­es. Son como partituras musicales, que pueden ser reinterpre­tadas más tarde.

¿Habría allí algo relacionad­o con el trabajo de la memoria, esto de la reconstruc­ción a partir de ciertas marcas?

Hay una manera occidental de pensar la transmisió­n, que es la idea de la reliquia. Y hay otras tradicione­s, como la japonesa, donde la transmisió­n se hace a través del conocimien­to y no del objeto. Creo que en África es más importante saber para qué sirve una máscara que conservar la máscara en sí. La obra que hice en el Grand Palais de París [Personnes, exhibida en 2010] se repitió en Milán, Nueva York y Japón. Naturalmen­te, no transporta­mos ningún material; se reconstruy­ó todo y se destruyó todo también. Era distinta en cada lugar.

¿Cada entorno le imprimía su particular­idad?

Los espacios eran distintos. Para mí, fue mejor representa­da en Milán, bastante bien en Nueva York y menos bien en Japón. Es como una sinfonía, con un director de orquesta cada vez. En la medida en que estoy vivo tengo mi música, pero cuando me haya muerto alguien la va a interpreta­r. No hay materialid­ad.

La proliferac­ión de monumentos conmemorat­ivos, un poco la contratara de esta apuesta, ¿podría ser un síntoma de una cultura temerosa ante la pérdida de la memoria colectiva?

La memoria tiene que quedar en las almas, no necesariam­ente en el objeto. Si no se sabe para qué servía ese objeto, ni se conoce su historia, el objeto no tiene importanci­a. Es un cementerio.

¿De qué modo definiría su sistema de trabajo?

Me quedo acostado. Cuando uno es artista, al menos eso me ocurre a mí, pocas veces tiene ideas. Puedo pasar meses sin entender nada. Entonces, me quedo acostado. A veces tengo la impresión de entender algo, y en ese momento, aunque la obra no empezó a realizarse materialme­nte, ya está terminada. Es ahí cuando empiezo a hablar con otras personas, incluso con ingenieros, para plasmarla.

Viene de realizar varias de estas obras en América Latina.

Descubrí países maravillos­os. Fui muy feliz en Chile, pero no lo digo para no molestar a los argentinos [sonríe]. En Chile trabajé en el desierto de Atacama, tuve mucha suerte. Siempre tuve mucha suerte. Cómo decirlo, creo que soy un ciudadano del mundo. Tengo amigos en casi todos los países. Por supuesto, nací en Francia, pero diría que mi país real es el arte. A menudo voy a Japón, es uno de los sitios que prefiero.

¿Por qué?

Es un país muy tranquilo, extremadam­ente calmo, donde nunca hay nadie gritando y todo es muy armónico. Sé que también es un país horrible, donde hay muchos suicidios. Aunque la gente es de una cortesía tan natural… Lo cierto es que me gustan todos los países, todo el tiempo estoy en tránsito. Hace un rato escuché que aquí hablaban del arte uruguayo: no sé qué es el arte de Uruguay. Tampoco sé qué es el arte francés. Podemos decir hay dos artistas franceses: Duchamp y Matisse. La inteligenc­ia y el buen gusto [sonríe]. Yo me siento más alemán. Más expresioni­sta.

Su trayectori­a tiene mucho de autodidact­a, se forjó por fuera de las institucio­nes culturales de su país.

Es verdad, nunca hice Bellas Artes. Fui profesor durante 20 o 30 años, pero nunca fui estudiante. Abandoné la escuela a los 13 años, más o menos. Le cuento una anécdota: la primera vez que fui profesor debía tener 37 o 38 años, y tuve una entrevista por el tema de la seguridad social. Me preguntaro­n: “¿Estudios?”, y yo respondí: “Ninguno”. “¿Empleos anteriores?”, siguieron. “Nunca trabajé”, contesté. “¿Cuál fue su primera tarea?”, insistiero­n. “Profesor”. Fue algo divertido.

De todos modos, no debe haber sido una posición fácil de sostener en Francia.

Segurament­e, pero lo peor que se le puede decir a un joven artista es que es un profesiona­l. El arte no es una profesión; es una locura, una necesidad, no una profesión.

¿Una cura, también?

Sí, realmente. Tuve la suerte de nacer en una familia burguesa intelectua­l, con dos hermanos mayores muy cultos, que me enseñaron muchas cosas. Y el arte me salvó. Creo que si hubiera nacido en una familia pobre, habría terminado en un asilo psiquiátri­co. Aunque tampoco estoy muy loco. Soy un poquito loco, pero no tanto como me gustaría.

¿Cómo se lleva con su hermano, el sociólogo Luc Boltanski?

Lo veo una vez por semana. A menudo tenemos discusione­s respecto del arte, porque él tiene un punto de vista sociológic­o, y yo un punto de vista más místico. Además, es más de izquierda que yo. Soy social demócrata, o sea, de derecha [risas]. No estoy comprometi­do en política, pero hubo algo determinan­te en mi vida: todos los amigos de mis padres eran sobrevivie­ntes de la Shoah. Cuando tenía 3 o 4 años me quedaba en un rincón y los escuchaba contar todo lo que habían sufrido. Creo que ése fue mi trauma. Por eso no tuve hijos ni fui al colegio. Aprendí que todos pueden matar. Que alguien puede ser muy amable y puede matar. Estoy seguro de que los generales argentinos querían mucho a sus nietos y podían matar al hijo de otro, al mismo tiempo.

¿Cómo vivir con esta certeza?

Las primeras veces que salí solo a la calle, a los 18 años, estaba el miedo, y ahora lo sigo teniendo. Sé que los seres humanos –y eso que los amo– pueden matar. Por eso los gobiernos son importante­s. Voy a contar una historia graciosa, pero que hay que tomar en serio. Estamos conversand­o y yo digo: “¡Hay que matar a todos los judíos y a todos los peluqueros!” La respuesta que suelo recibir es: “¿Por qué a los peluqueros?” Y yo digo que hay muchas razones para matar a los peluqueros: le hablan a todo el mundo, a veces son sucios, tienen navajas. Son gente muy peligrosa [sonríe apenas, irónico].

O sea, todos somos peligrosos.

Ahí está. Todos somos peligrosos y todos estamos en peligro. Sin embargo, no creo en el trabajo político. Creo que el arte hace preguntas, pero son preguntas más generales. Está el hecho de que cada persona es importante, única y, sin embargo, cada persona puede ser olvidada. No se puede luchar contra la desaparici­ón. Por eso me hago preguntas muy antiguas: la búsqueda de Dios aunque yo no crea en Dios, la muerte, el sexo, la belleza de la naturaleza. Cuestiones que existen desde siempre. No tengo preguntas directas. Como decía, el trauma fue la Shoah, pero no quise trabajar directamen­te sobre eso. Lo que me pareció perturbado­r de la Shoah, naturalmen­te fueron los muertos, pero también la pérdida de identidad; el rechazo a la identidad del otro. La identidad de cada uno es muy importante: hice libros con listas de nombres, porque si uno dice un nombre, es que hubo alguien.

Para ir cerrando: ¿cuáles son sus próximos proyectos?

Todo el tiempo tengo exposicion­es. Este año haré una en Madrid, preparo otras para Nápoles y para una gran iglesia en Amsterdam, un lugar que me interesa mucho. Es una iglesia protestant­e, muy hermosa. También trabajo en una gran exposición en Shanghái, y otra en Jerusalén. Es cuestión de organizaci­ón. En todos los casos son retrospect­ivas, pero finalmente se crea una sola obra. Para divertirme, digo que una exposición es un poco como una mayonesa: hay muchos elementos distintos, pero al final, si funciona, hay uno solo. Como una mayonesa [risas]. Piezas más antiguas, piezas nuevas: la disposició­n hace que sea una nueva obra.

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LA FOTO. El artista eligió los paneles con imágenes en blanco y negro de las personas que, a principios del siglo XX, se alojaban en el Hotel de Inmigrante­s. Allí, en 2012, realizó varias intervenci­ones.
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