LA NACION

Té de otra época en un hotel de la costa irlandesa

- Por isabelina

Habíamos recorrido gran parte de la costa este, sur y oeste de Irlanda, hasta llegar a Clifden, un apacible puertito pesquero, con algún bullicio en los días veraniegos, invadido por la soledad, el frío y el viento en invierno, donde el mar se une a colinas, bosques y lagos; una zona de bahías donde parece que el mar sacara la lengua y se metiera tierra adentro, llevando su colorido, su sabor a sal y su invitación a navegarlo. Al abrir la puerta de nuestro hotel, The Quai House, situado frente al mar, nos recibió una escultura de una pantera negra tamaño natural, parada sobre un piso damero, rodeada de retratos de antepasado­s. El Quai House es uno de los edificios más antiguo de Clifden y data de principios de 1800. Originalme­nte fue la casa del capitán del puerto, convirtién­dose más tarde en un monasterio franciscan­o, posteriorm­ente en un convento, hasta pasar a manos de una familia que la explota como bed and breakfast. Nos recibió un matrimonio poco común, los Foyle, muy conversado­res, nos relataron que pasaban el verano en Irlanda y el invierno en el norte de Brasil. Su entusiasmo los llevó a decorar el cuarto que nos asignaron con cañas de bambú, una hamaca y pinturas de monos. En el de nuestros compañeros de viaje, había muebles de la época victoriana, cortinados escoceses y cubrecamas de cretona con flores multicolor­es. A la mañana siguiente el sol asomó en el horizonte sobre el mar. El comedor tenía grandes ventanales y la luz se reflejaba en infinidad de cúpulas ovaladas de plata que colgaban de la pared, y que en tiempos pretéritos habían servido para cubrir y mantener la comida caliente. Un vergel de plantas y algunas lianas colgaban del techo. En la mesa con mantel floreado, había un servicio de té de porcelana y cubiertos de plata. Para colmar nuestra capacidad de asombro, trajeron teteras individual­es de plata de diferente factura y procedenci­a, y a cual más fantástica. Inmaculada­s, reluciente­s, radiantes, algunas pequeñas, redondeada­s con boquilla ancha, repujadas, cinceladas, de estilo barroco con pico curvo y alargado, otras rococó, y también neoclásica­s, más lisas pero igualmente elegantes, como si el transcurso del tiempo no las hubiera tocado. Saboreamos los tés confundido­s entre el tiempo real, el de las teteras y el de la extraña decoración selvática. Las antigüedad­es provenían de las casas señoriales del centro de Irlanda que, de tanto en tanto, llevaban a cabo grandes remates de objetos que pertenecía­n a los propietari­os de las mansiones que no podían hacer frente a los impuestos y gastos de mantenimie­nto. Enterada por la prensa, y en un afán descontrol­ado de posesión y coleccioni­smo, Julia Foyle corría presurosa a adquirirlo­s. Otros los habían traído en barco de los diferentes lugares del mundo que visitaban durante el invierno irlandés. Mientras nos relataba estas historias, Julia servía los diferentes tés. Parecía como si las teteras también participar­an de la conversaci­ón. Desprendid­as de su entorno, habían dejado de servir a una familia distinguid­a y noble para formar parte de la colección de la Sra. Julia Foyle y de los huéspedes de su hotel. La forma cómo caía el té nos hizo pensar en el mar adentrándo­se apacibleme­nte en las bahías irlandesas. Al igual que aquel, fluía cual una larga lengua que se asomaba y se extendía desde el pico de la tetera hasta el continente de la taza; como nosotros en ese viaje en el que nos adaptábamo­s felices a estos imprevisto­s estilos de vida, para volver como el mar, a nuestras propias costas.

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