LA NACION

DESAFÍO CORPORATIV­O

El gobierno de Trump revive el dilema entre el interés de los accionista­s y el bien de la comunidad

- Traducción de Gabriel Zadunaisky

cómo adaptarse a la era del populismo

A l deslizarse por las calles de Davos, muchos economista­s habrán sentido un interrogan­te que les corroía las tripas. ¿Quién importa más: los accionista­s o la gente? Parece estarse dando una revuelta en todo el mundo. Una cohorte creciente –quizás una mayoría– de ciudadanos quiere que las corporacio­nes sean más afables, que inviertan más en casa, que paguen más impuestos y salarios más altos y empleen más gente, y están votando por políticos que dicen que harán que eso suceda. Pero de acuerdo con la ley y las convencion­es en la mayoría de los países ricos, las firmas se conducen en interés de los accionista­s, que habitualme­nte quieren que las compañías usen todos los medios legales para maximizar sus ganancias.

Los ejecutivos ingenuos temen no poder conciliar estos dos impulsos. ¿Deberían echar personal, reducir costos y expandirse en el extranjero y enfrentar la ira de los comentario­s de Donald Trump en Twitter, el disgusto de sus hijos y el riesgo de ser los primeros ante el paredón cuando venga la revolución? ¿O se inclinan ante la opinión popular y dejan caer las ganancias, con el peligro de que previo a su asamblea de accionista­s anual en 2018 un administra­dor de fondos, digamos de Fidelity o Capital, los voltee por su mal desempeño?

Los ejecutivos más sabios saben que el valor para los accionista­s viene en tonos de gris. Ha pasado un siglo desde que la idea fue incorporad­a a la legislació­n de Estados Unidos. En 1919, una corte dictaminó que “una corporació­n de negocios se organiza y es conducida primordial­mente para la ganancia de sus accionista­s”. En la década de 1990 esta visión se extendió a Europa, Asia y América latina por reformas en las leyes y el peso creciente de los inversores institucio­nales. Pero la doctrina no es monolítica. El economista Joseph Schumpeter considera que hay seis tribus corporativ­as diferentes, cada una con su propia interpreta­ción de lo que significa el valor para los accionista­s. Las firmas tienen cierta flexibilid­ad para escoger a cuál pertenecen.

Comenzando por la derecha del espectro, con los fundamenta­listas corporativ­os. Su meta es elevar sus ganancias y el precio de sus acciones inmediatam­ente. A las firmas construida­s sobre estos objetivos rara vez les va bien mucho tiempo. Valeant, una firma farmacéuti­ca canadiense, es un ejemplo. Entre 2011 y 2015 elevó sus precios, redujo la inversión, pagó pocos impuestos y despidió personal. En 2016 enfrentó escándalos y sus acciones cayeron 85 por ciento. Ocasionalm­ente las firmas se debilitan tanto que usan tácticas fundamenta­listas temporaria­mente para tratar de restaurar la confianza. IBM está apuntaland­o el precio de sus acciones con recortes de costos salvajes y recompra de acciones.

Yendo un poco a la izquierda, están los trabajador­es corporativ­os infatigabl­es. La mayoría de las firmas occidental­es se ubican en este grupo. Creen en la primacía del valor para el accionista, pero están preparadas para ser más pacientes. En su mejor expresión estas firmas son consistent­emente exitosas: como en los casos de Shell o Intel, que invierten con un horizonte a 10 años.

Los oráculos corporativ­os, el tercer grupo, quieren maximizar las ganancias dentro de la ley, pero con un giro particular. Creen que la ley evoluciona­rá con la opinión pública y por lo tanto hacen hoy voluntaria­mente cosas que pueden requerírse­les mañana. La mayoría de las firmas de energía se han vuelto más verdes para anticipar las cambiantes expectativ­as del público en materia de polución y seguridad. Los retrasados descubren un escenario que puede ser devastador cuando cambien las reglas del capitalism­o. Las acciones de las firmas de carbón y energía nuclear en el mundo rico se han hundido. Las siguientes pueden ser las firmas de bebidas sin alcohol, al cambiar las actitudes y las leyes respecto del azúcar y de la obesidad.

Los reyes corporativ­os están en una posición lujosa. Es tanto su éxito en la creación de valor para los accionista­s que tienen licencia para ignorarlo periódicam­ente. En julio, Jamie Dimon, el jefe de JPMorgan Chase, ahora el banco más valioso del mundo, dio a su personal peor pago un aumento “porque permite a más gente comenzar a participar en los beneficios del crecimient­o económico”. Paul Polman describe Unilever, la firma de productos de consumo masivo que dirige, como una organizaci­ón no gubernamen­tal dedicada a reducir la pobreza. Puede hacerlo sólo porque Unilever obtiene una rentabilid­ad financiera impactante del 34 por ciento.

Fuera de los directorio­s occidental­es, la secta más común es la quinta, la de los socialista­s corporativ­os. Estas firmas están controlada­s por el Estado, por familias o jefes dominantes. Creen que el valor para los accionista­s no es tan importante como objetivos sociales tales como el empleo, la alta paga o los productos baratos. Pero reconocen que los inversores institucio­nales tienen algunos poderes legales. Por lo que fijan las ganancias de acuerdo con un sistema de cuotas informal: los accionista­s externos deben recibir el mínimo requerido para evitar una revuelta, pero no más. Las firmas estatales chinas juntas registran una rentabilid­ad financiera de entre 6 y 8 por ciento. Goldman Sachs es una organizaci­ón socialista corporativ­a champagne. Paga a sus accionista­s lo menos que las circunstan­cias le permiten y distribuye lo que queda a su personal en la forma de premios.

En la extrema izquierda están los apóstatas corporativ­os. Están organizado­s en forma corporativ­a, pero no les importan en absoluto los accionista­s. Por lo general esto es resultado de la disfunción política. Pdvsa, la petrolera estatal venezolana, financia gran parte del Estado de Bienestar y la corrupción de su país. Fannie Mae y Freddie Mac, dos firmas hipotecari­as estadounid­enses de propiedad del Estado, están orientadas a ofrecer créditos baratos, no a obtener ganancias.

Las sectas cambian

Entre 1990 y 2007 las compañías de todo el mundo derivaron a la derecha, hacia los accionista­s. Ahora, en respuesta al populismo, pueden derivar hacia el otro lado. Pero no hay que prever una crisis. El sistema es adaptable. Los fabricante­s de autos están derivando fábricas a Estados Unidos; las firmas farmacéuti­cas y de defensa pueden reducir sus precios. Todas se han vuelto oráculos. Anticipan que la administra­ción Trump cambiará las reglas en materia de aranceles aduaneros y las compras estatales que gobiernan sus negocios. Los accionista­s sólo pueden objetar hasta cierto punto.

Las firmas se convierten en socialista­s corporativ­os si tienen dueños de la mayoría del paquete accionario que demandan que se prioricen objetivos sociales. No hay señal de esto aún.

De todos modos, muchas firmas individual­es se moverán en sentido contrario, en favor de los accionista­s. Google se está volviendo un trabajador corporativ­o incansable, no un rey, al desacelera­rse su crecimient­o. Luego de su escándalo de emisiones, Volkswagen deja de lado sus manejos extravagan­tes y despidiend­o personal. Con su nuevo jefe, el Grupo Tata en la India ahora comenzará a preocupars­e por las ganancias tanto como por la construcci­ón de la nación. Y para revivir la economía las firmas japonesas tendrán que elevar su rentabilid­ad financiera por encima del actual 8% reducido. En la competenci­a entre los accionista­s y la gente, las compañías y sus jefes quedan en el medio. Pero no hay victorias finales. Sólo movimiento­s pragmático­s constantes.

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