Ser funcionario o no, un dilema en la era Trump
¿Qué hacer cuando uno es empleado de la administración nacional y no está de acuerdo con las políticas del gobierno?
Tengo un poco de experiencia en el tema. Ronald Reagan firmó mi nombramiento cuando ingresé al Departamento de Estado como miembro del Servicio Exterior y cuando me retiré el presidente era Barack Obama. En el transcurso de esos 24 años presencié numerosas transiciones presidenciales. Al igual que la mayoría, yo era un funcionario de escalafón, de carrera, y no un funcionario político nombrado para ocupar el cargo por un presidente.
Mucho debate han despertado los primeros 100 días de Trump con los empleados públicos nacionales. Los medios en su momento aseguraron que el presidente no lograría completar los cargos políticos y ahora dejan entrever que se producirán renuncias masivas de funcionarios civiles y agentes de inteligencia. Los gurús dicen que Trump es “distinto”, como si el cambio no fuese justamente el tema de las elecciones, en algunas incluso su verdadero sentido, y si no baste con recordar los vuelcos ideológicos de Carter a Reagan, de Bush a Obama. Y sin embargo, para muchos, esta transición resulta incluso más dramática y hasta aterradora.
Parte de la preocupación de los empleados públicos es producto de la falta de experiencia. Cuando pienso en mi antiguo empleador, el funcionario promedio del Servicio Exterior del Departamento de Estado dura 12 años. En el conjunto del gobierno, ese promedio es de menos de 14 años, lo que implica que un gran número de actuales empleados nunca trabajó para otro presidente que Obama y más de la mitad ha vivido sólo una transición de un gobierno demócrata a uno republicano. De todos modos, más allá de la experiencia que uno tenga, no a todos les gustará lo que está por pasar. En un plano realista, ¿se puede hacer algo?
Hay que respirar hondo y recordar que ésas son las reglas del trabajo que uno aceptó. Todos los empleados públicos prestan juramento de servicio a la Constitución, y no de servicio a Obama o a Trump. Los gobiernos implementan las políticas del presidente en nombre de Estados Unidos. Por algo se llama empleo “público”. Si alguien piensa en renunciar porque ganó el candidato equivocado, déjeme decirle que se equivocó de profesión.
Si decide quedarse, la estrategia que muchos han adoptado en el pasado es la paciencia. Ningún presidente, ninguna política dura para siempre. La perspectiva ayuda: ¿alguien puede asegurar haber estado de acuerdo con todas las decisiones de cualquier gobierno?
Quedarse puede ser duro, pero siempre hay maneras de facilitarse las cosas. Una es tratar de ubicarse en dependencias o programas con menor componente partidario.
Estarán los que quieran desafiar el sistema y alterar las políticas. Ese objetivo debe ser sometido a una prueba de realidad implacable: ¿cuánto efecto o cambio puede uno producir en el mejor de los casos?
Quienes tengan serias objeciones frente a una medida o plan podrían considerar, en el marco de la ley, colaborar con un periodista para difundir su preocupación.
La alternativa final es considerar la renuncia. La conciencia de todos tiene un límite.
Pero lo más probable es que esté solo, o casi. Tras 15 años de “guerra contra el terror”, las políticas que implican consecuencias morales importantes no son cosa nueva: tortura, matanza con drones, manipulación de la información de inteligencia. Son pocos los que renunciaron a la función pública por eso, y mal podría hablarse de renuncias “en masa”.
Uno de los hechos más divisivos de los últimos años en el Departamento de Estado fue la decisión de enviar grandes cantidades de diplomáticos a Irak en apoyo de la invasión de 2003. La oposición interna se hizo tan fuerte que la entonces secretaria de Estado, Condoleezza Rice, amenazó con obligar a los diplomáticos a aceptar sus misiones en Irak, rompiendo con la larga tradición de relativa libertad de decisión frente a una misión peligrosa.
De los miles de empleados del Departamento de Estado, sólo hubo tres renuncias de conciencia por el tema Irak y una relacionada con Afganistán.
Son los primeros días del gobierno de Trump. Hay que bajar un cambio y enfocarse en las políticas específicas que resulten preocupantes, y no en las personas. Hay que tener un pensamiento práctico, no emocional. Y si alguien siente el llamado de la conciencia, que evalúe sus opciones. Uno puede plantarse en sus principios, pero tiene que estar dispuesto a pagar el precio.