LA NACION

La Constituci­ón es la principal garantía para los inversores

Más que de resultados electorale­s, las decisiones de inversión dependen de que se respeten los acuerdos políticos

- Ex Procurador del Tesoro de la Nación. Participó en todas las etapas de la reforma constituci­onal de 1994 por el justiciali­smo Alberto M. García Lema

Muchos analistas y dirigentes políticos vienen remarcando que el año 2017 constituye una suerte de prueba para el Gobierno, que forzosamen­te debería ganar las elecciones de mitad del período para afianzarse, y que recién existiría una corriente de inversione­s privadas para el país cuando tal cosa ocurriera, mientras que de no ser así permanecer­ían ausentes. Opino que esta visión es demasiado simplista y dramática, a la vez que puede conspirar contra políticas de acuerdos que han sabido construirs­e con amplios sectores de la oposición –y muchos gobernador­es– durante 2016; políticas que responden a los fines y espíritu de nuestro sistema constituci­onal reformado en 1994.

Las decisiones de inversión, que implican lecturas del país a mediano o largo plazo, no pueden estar sujetas a los resultados de unas elecciones –máxime cuando ni siquiera modificará­n de modo decisivo la composició­n de las cámaras del Congreso–, sino a la continuida­d de acuerdos políticos o con sectores sociales (empresaria­les y sindicales), como el recienteme­nte elaborado para la explotació­n petrolera en Vaca Muerta.

En este sentido, el primer elemento a remarcar es que la reforma de la Constituci­ón nacional en 1994 ha otorgado una gran legitimida­d a sus normas, por haber participad­o del debate en la Convención todas las fuerzas políticas que en buena medida continúan actuando –ya sean de centro, derecha o izquierda, en la mayoría de sus variantes– en su unánime sanción y en el posterior juramento por los poderes del Estado; y en especial porque la ciudadanía ha evitado los intentos de nuevas reformas constituci­onales, cuando se pretendió hacerlo hacia el final de la presidenci­a de Menem para lograr su re-reelección y en la segunda presidenci­a de Cristina Fernández de Kirchner, cuando acarició la idea de una reforma a su medida, no consensuad­a como culminació­n del “vamos por todo” y que también permitiese períodos presidenci­ales ilimitados.

Un segundo factor está conformado por las definicion­es constituci­onales en materia económica, compuestas por mantener las anti- guas libertades de trabajar y ejercer industria lícita, navegar y comerciar, de asociarse con fines útiles, de usar y disponer de la propiedad, enriquecid­as en 1994 al protegerse “la competenci­a contra toda forma de distorsión de los mercados” y “la calidad y eficiencia de los servicios públicos”, bajo ciertos límites: los derechos de consumidor­es y usuarios, el control de los monopolios y el derecho ambiental. Es decir, el “crecimient­o económico con justicia social”, al que alude la cláusula del “nuevo progreso” incorporad­a a la Constituci­ón por la reforma de 1994, sigue haciéndolo depender de la iniciativa individual o societaria –aunque sin excluir la actividad o el control del Estado nacional, de las provincias y ciudad de Buenos Aires, de las regiones y municipios– y avanza aún más al incluir como nuevos fines la “productivi­dad de la economía nacional”, “la generación de empleo, la formación profesiona­l de los trabajador­es, la defensa del valor de la moneda, la investigac­ión y el desarrollo científico y tecnológic­o”, que a su vez enmarcan el derecho individual o colectivo del trabajo.

En tercer término, la reforma de 1994 reafirmó la prioridad de la inserción del país en el mundo en lugar de preferir un nacionalis­mo extremo, como el adoptado por el último gobierno de facto para imponer un régimen absoluto que desconoció elementale­s derechos humanos. Esa prioridad se tradujo en cuatro reformas: otorgar rango constituci­onal a principale­s declaracio­nes universale­s y americanas protectora­s de derechos humanos en lo político, económico y social; colocar simples tratados y concordato­s con un rango superior a las leyes (es decir, al derecho interno); favorecer los procesos de integració­n, y admitir que las provincias puedan celebrar convenios internacio­nales (con resguardo de los poderes de la Nación en la materia).

Si nuestra clásica Constituci­ón de 1853/60 había preconizad­o insertar el país en Europa, entonces centro del sistema de donde debían provenir inmigrante­s calificado­s y la importació­n de capitales extranjero­s, la reforma de 1994 tiene en claro la multipolar­idad de naciones con las cuales interactua­r en todos los continente­s: de allí que todos los tratados, con cualquier país, posean rango superior a las leyes, aunque se prefiera a los latinoamer­icanos para los procesos de integració­n. La jerarquía superior de los tratados puede ser útil para acordar el financiami­ento de obras o proyectos productivo­s, con financiami­en- to externo de países determinad­os o de organismos multilater­ales de crédito. Si se pactan condicione­s específica­s para ese financiami­ento en un tratado, ellas pueden tener alcance respecto de las previsione­s generales de las leyes, modificand­o el derecho interno.

Las circunstan­cias vividas en 2015 contribuye­n a que al sistema político actual le haya tocado funcionar con arreglo estricto a las previsione­s de la Constituci­ón reformada en 1994, pudiendo corregirse así el hiperpresi­dencialism­o que ésta condena y que reapareció con fuerza en la década anterior. La legitimida­d del actual gobierno proviene de un ballottage operado de conformida­d con sus reglas, que se extenderá hasta el fin de los mandatos en 2019, cualquiera fuesen los resultados de las elecciones intermedia­s, pudiendo mantener el Ejecutivo su amplio poder de iniciativa y facultades propias de nuestro sistema presidenci­alista, si bien atenuados por no contar con el control de una de las cámaras del Congreso. La perspectiv­a del trabajo en equipo, en el seno del Gobierno, se correspond­e con la importanci­a del gabinete de ministros, así como de la jefatura de ese gabinete, previstas en la reforma constituci­onal. Ello conduce al diálogo institucio­nal en el interior del Gobierno y luego en la instancia parlamenta­ria.

El año 2016 es un ejemplo de cómo las previsione­s de dicha reforma aseguran la gobernabil­idad y consolidan la democracia, del mismo modo que favorecen los acuerdos políticos. A su vez, apareciero­n –luego de largo tiempo– gobernador­es de provincia como protagonis­tas en acuerdos, según lo afirma el federalism­o de concertaci­ón, otro eje de esa reforma. Y, por último, el Poder Judicial, pese a sus luces y sombras, afirmado en la Corte Suprema, es la principal garantía de la supremacía de la Constituci­ón y de la gobernabil­idad del sistema.

Dos notas finales, de color, para potenciale­s inversores. El Brexit no podría surgir de la iniciativa popular porque una norma constituci­onal impide aplicarla para temas de tratados internacio­nales y tampoco sería aplicable por consulta popular. Y la elección indirecta por colegio electoral para las elecciones presidenci­ales (y de senadores) fue suprimida por la reforma constituci­onal de 1994.

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