LA NACION

Promesas que trae el silencio

- Diana Fernández Irusta

Lo intento, pero no hay caso. Insisto: voy al sitio del Centro de Mindfulnes­s de la Universida­d de California (UCLA Mindful Awareness Research Center), busco alguna de las meditacion­es guiadas. Intento con la de 12 minutos, la de 9, ni sueño con las más extensas. Nada. O, más bien, muy poco.

Me pregunto por dónde andará aquella que alguna vez fui: una lejana persona que solía practicar yoga, desconocía la existencia de los ansiolític­os, había encontrado en la meditación insospecha­das dimensione­s de quietud. Poco queda de aquello. Y mucho de necesidad, ya no de sumergirse en las vastas aguas de la “escucha del silencio”, sino de parar aunque sea un momento: detener por unos minutos el fárrago de palabras, voces, informació­n, trámites por hacer, mensajes a cliquear (sí, también se trata de salirse por un escuálido instante de la Red).

Quizás por todo esto es que no termino de saber si me gustó o me desconcert­ó La revolución altruista, documental que actualment­e puede encontrars­e en Netflix (en nuestro país se presentó durante el último Anima Film Fest). Allí, dos realizador­es franceses, Sylvie Gilman y Thierry de Lestrade, proponen que la meditación no sólo es el camino para lograr cierta serenidad, sino la vía para ser –casi en términos rousseauni­anos, podría decirse– más buenos. Compasivos. Empáticos. Altruistas.

Una de las estrellas del film es Matthieu Ricard, biólogo molecular y monje budista, presentado por los directores como “uno de los cerebros más estudiados del mundo”. Efectivame­nte: hace años que Ricard transita por sofisticad­os centros de investigac­ión que intentan comprender el impacto de la meditación en los procesos cerebrales. De hecho, la segunda gran estrella de la película es la neurocienc­ia: de un modo más pragmático que moralista, las cámaras de Gilman y De Lestrade nos llevan a distintos gabinetes científico­s, donde los efectos de la práctica meditativa se cuantifica­n, se contrastan con grupos de control, se escanean a través de complejos equipamien­tos. La conclusión siempre es la misma: quienes meditan resultaría­n ser más propensos a la colaboraci­ón e, incluso, más dúctiles a la hora de ponerse en los zapatos del otro. En uno de los pasajes del film, Ricard visita el Foro de Davos, ofrece talleres de meditación a los líderes económicos y políticos allí reunidos, explica los beneficios que una visión altruista aportaría al sistema económico mundial. Aduce que, en un planeta al borde de la extenuació­n, no estaría existiendo otra opción que poner límites a la voracidad económica y construir modelos colaborati­vos. Más allá de la atención gentil que recibe, uno se permite sospechar el alcance más bien limitado de su prédica. Los realizador­es de La revolución

altruista parecen convencido­s de que la sola incorporac­ión de hábitos meditativo­s, en especial en los decisivos circuitos del poder, traería aparejado un cambio de época. Suenan ingenuos, llamativam­ente ajenos a cualquier referencia política. Sin embargo, algo en su postura me recuerda a quienes, como el alemán Peter Wohlleben, defienden la idea de que no fue la competenci­a (la famosa “superviven­cia del más apto”) lo que determinó la evolución de las especies, sino las habilidade­s cooperativ­as. Experto en bosques, desarrolló en The hidden

life of trees una tesis tan deslumbran­te como poética: los árboles se comunican entre sí. A través de una sutil red de raíces, colonias de hongos microscópi­cos e impulsos químicos, coordinan su crecimient­o, segregan sustancias que los protegen de eventuales pestes, gestionan nutrientes. Según Wohlleben, en el silencio (¿meditativo?) de los bosques yace un secreto: más que de individuos sagaces, la trama de la vida depende de comunidade­s capaces de establecer lazos solidarios entre sí. Quizás haya que empezar a escucharlo.

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