LA NACION

PREMIOS DE NOVELA

¿Son auténticos o dependen más de los intereses editoriale­s?

- Maribel Marín

MADRID –. Dolores Redondo, todo un fenómeno editorial por su Trilogía

del Baztán publicada por Destino, del Grupo Planeta, ganó precisamen­te los 601.000 euros del Premio Planeta 2016, el mejor dotado después del Nobel, por Todo esto te daré. El grueso de los miembros del jurado que la encumbró están vinculados con la casa. Lo mismo ocurre con Care Santos, último Premio Nadal por Media vida. La escritora está en el catálogo de Planeta, sello hermano de Destino, editorial que concede el premio, y la mayoría de sus valedores figuran en nómina del primer grupo editorial de España y de América latina, casuística que se repite –autor de la casa y/o jurado mayoritari­amente de la casa– en los últimos fallos del Premio Herralde de Novela, el Biblioteca Breve, el Alfaguara y otros grandes galardones comerciale­s españoles.

Se habla mucho de que los premios literarios se dan a la carta en España, pero ¿hasta qué punto se puede demostrar? ¿Cómo se conceden? ¿Mantienen su vocación de descubrir talentos? Si generalmen­te las bases impiden declararlo­s desiertos, ¿está garantizad­a la calidad literaria? ¿Se arriesgan las editoriale­s a premiar un buen libro de dudoso futuro comercial tras la inversión que realizan?

“Podría decirse que los premios no pactados de antemano son los modestos”, dice José Manuel Caballero Bonald, premio Cervantes 2012. “El rumor es infundado”, asegura Jesús Badenes, director general de la división editorial del Grupo Planeta, que concentra un buen puñado de concursos. “Puede llegar a parecerlo porque el jurado suele valorar más la calidad de un escritor consagrado que la de un desconocid­o. Pero si se revisa la nómina de ganadores, ha habido de todo.”

El jurado más veterano del Planeta, Alberto Blecua, tiene otra percepción: “Se ha aducido que ya estaban concedidos, como denunció Delibes en 1979 y Marsé reiteró en 2005, cuando fue jurado del premio. Yo que lo soy desde 1988 puedo asegurar que por lo menos en dos ocasiones no lo estaban: en 1991 con El jinete polaco, de Muñoz Molina, y en El mundo, de 2007, de Juan José Millás”. Los premios comerciale­s están en el ADN del sector editorial desde el lanzamient­o en 1944 del Nadal en una España que aún acusaba los estragos de la guerra. Con una industria inexistent­e y buena parte de la intelectua­lidad neutraliza­da, el galardón puso en el mapa en sus inicios a autores como Carmen Lahecho foret, Miguel Delibes, Ana María Matute o Rafael Sánchez Ferlosio.

“El problema está en que la mayoría de los premios se dan a obra inédita, no a una ya consagrada por los lectores o la crítica como ocurre con los grandes premios extranjero­s como el Goncourten Francia”, dice Manuel Rodríguez Rivero, editor y crítico. “En el Goncourt [dotado con 10 euros] puede haber tejemaneje­s, pero el dinero siempre es fundamenta­l para que haya corrupcion­es. He sido jurado en premios nacionales y en privados y mi experienci­a es que en los nacionales se pueden crear grupos de presión para dárselo a un autor, pero se conspira mucho más en los privados.”

En una época en la que los editores clásicos están a punto de extinguirs­e, en la que los libros pueden comprarse en el supermerca­do pero en el que aún quedan librerías con vocación literaria, cada premio cumple más que nunca una función. Editores y agentes se necesitan para dar con un libro que ponga en marcha una maquinaria que multiplica las ventas naturales y revaloriza catálogos. “Se invita a autores y agentes a participar y hay años en los que vemos que hay escritores importante­s compitiend­o. Es una informació­n confidenci­al. Nuestros jurados pueden dar fe de que jamás hemos presión por una obra”, dice Pilar Reyes, directora de Alfaguara, a cuyo premio se presentaro­n en 2016 más de 700 originales.

Juan Marsé exigió cambios en su polémico paso por el jurado del Planeta en 2004 y 2005 y pidió que se entregara al tribunal un listado de todas las obras presentada­s, más allá de las finalistas, porque, dice, “al comité de lectura que hacía la selección, de una incompeten­cia escandalos­a a juzgar por los informes que me entregaron junto con las novelas, podía escapársel­e alguna obra interesant­e”. Marsé, premio Planeta 1978 por La muchacha de las bragas de oro, dimitió en 2005 al comprobar que la editorial no hacía los cambios prometidos no sin antes dar un sonoro portazo: “El nivel de calidad media de este año no solo es bajo, es subterráne­o”, declaró. En 2004, el premio fue para Lucía Etxebarria por Un milagro en

equilibrio, un año después para María de la Pau Janer, que fue cuando advirtió que “los componente­s del jurado, muchos de ellos vinculados laboralmen­te a la editorial Planeta desde hacía años, no podían evitar cierta complacenc­ia acrítica que convenía a ciertos postulados oportunist­as, meramente comerciale­s y literariam­ente vacuos”. En España no han trascendid­o condenas contra fallos de los jurados como ocurrió en 2005 en la Argentina. Ricardo Piglia, su agente y Planeta Argentina fueron condenados a pagar 10.000 pesos –entonces equiparabl­es al dólar– más intereses a Gustavo Nielsen, un autor que participó en 1997 en la edición del premio en la que ganó el escritor argentino, recienteme­nte fallecido, por Plata quemada. La justicia entendió que el premio (40.000 pesos) estaba pactado.

Dice Caballero Bonald que si se ha presentado a premios a lo largo de su trayectori­a ha sido “por vanidad personal, estímulos económicos y coyuntura editorial, cada cosa a su tiempo”. Aparicio-Maydeu resume en dos las motivacion­es de quienes, con estas reglas del juego, persisten: “Un 20 por ciento de ingenuidad y un 80 por ciento de ego”.

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