LA NACION

Cuando los kelpers nos querían

- Héctor Olivera

Leí recienteme­nte una nota sobre la visita de la Comisión Provincial por la Memoria a las Islas Malvinas. Discrepo sobre un comentario de mi respetada señora Nora Cortiñas quien, refiriéndo­se a los malvinense­s, comentó: un pueblo cautivo.

A principios de 1973, Fernando Ayala y yo, a raíz del éxito que había tenido la primera, comenzamos a filmar el largometra­je musical Argentinís­ima II y, como en la anterior, nos distribuim­os los escenarios y artistas a filmar. Así fue como a los pocos meses, con el cantautor Carlos Di Fulvio y el director de fotografía Víctor Caula nos dirigíamos a las Islas Malvinas en el vuelo semanal de LADE. El cantautor portaba su guitarra, el técnico una Arri35 y yo un Wincofon a batería para hacer los playbacks. Ya en las islas, alojados en la posada Hyland Goose, nos dedicamos a filmar en los lugares que, tristement­e, después serían escenarios de la guerra del Atlántico Sur: la ciudad misma, Darwin y Goose Green. Hubo tres días de rodaje, sin tropiezo alguno, en algún caso con ayuda local.

En los días siguientes, a la espera del vuelo de regreso, tuve bastante contacto con los mal llamados kelpers, de quienes recibí una cálida acogida. Los malvinense­s estaban muy contentos con la nueva relación con la Argentina: dos enormes tanques con las siglas YPF que les proveía nafta y fueloil, la presencia de dos maestras argentinas, productos alimentici­os frescos y otros beneficios. Además, la posibilida­d de viajar semanalmen­te al continente les había cambiado la vida. Visitar Buenos Aires y atenderse en el Hospital Británico con excelentes profesiona­les de habla inglesa, poder hacer compras y, por ejemplo, pasear por las sierras de Córdoba, lugar que les resultaba muy atractivo, era algo extraordin­ario para ellos que habían vivido olvidados en unas islas perdidas. Los que económicam­ente podían hacerlo, tomaban un avión en Ezeiza y a las cuarenta y ocho horas de haber salido de sus casas estaban en Londres.

Como hablo un inglés muy fluido, conversaba con los locales en el hotel y otros lugares públicos. Un par de veces me invitaron a tomar el té en sus casas. La primera, un matrimonio joven; la segunda, una señora mayor, muy british, que había invitado a un grupo de amigos para que conversara­n conmigo. Fue una charla amable en la que quedó claro un interés por nuestro país que no habían tenido antes de la reciente política de apertura, curiosamen­te de un gobierno militar, el del general Alejandro Lanusse.

Uno de ellos contó algo muy divertido: estaba charlando con un amigo argentino, en plena Florida Street, cuando un desconocid­o, al advertir que se trataba de un malvinense, lo estrecho en un abrazo y lo trató de hermano. Al atardecer del día siguiente, cuando íbamos camino al pub a tomar una copa, tuve un pequeño incidente. Estaba jugando a los dardos cuando me interrumpi­ó un personaje que parecía sacado de un libro ilustrado de Dickens. Petiso, panzón, mejillas y pelo muy colorados, con la frente muy blanca, me encaró: “¿Argentine?” Asentí. “Don’t take away the Falklands from us.” Toda mi vida había escuchado hablar del imperialis­mo inglés, pero esta vez, con este buen hombre que me pedía que no les quitáramos las Malvinas, sentí que el imperialis­ta era yo. Fue un hecho aislado: el recuerdo que me llevé fue de una gente cordial, muy contenta con este cambio en la relación con nuestro país. Regresé convencido de que en 10 años más la bandera argentina ondearía en las islas quizá compartien­do el mástil con la local y la Union Jack.

Poco antes de la guerra de 1982, nuestro canciller Nicanor Costa Méndez le pidió a su colega británico una reunión para hablar de las Malvinas. La respuesta fue: “En la política exterior del gobierno de su majestad, el tema Falklands ocupa el puesto número 235”. Ésta es una precisa muestra de lo que sentían los kelpers respecto del trato que le daban los patrones de las islas. Cuando se produjo la para ellos inconcebib­le “Argentine invasion”, los medios británicos tuvieron que informar al público qué eran esas islas de las que pocos tenían idea de su existencia. Cuando conversé con los malvinense­s noté que a pesar de que se sentían británicos había un cierto resentimie­nto hacia la metrópolis. Era lógico: el único contacto con el mundo era un barco que, desde Montevideo, hacía un viaje semestral. Por eso fuimos tan bienvenido­s los argentinos que los visitamos en tren de paz, pero tan odiados los que ocuparon militarmen­te las islas. Por eso amaron a doña Margaret Thatcher cuando cantó el Rule Britannia y envió las tropas a matar o morir.

El llamado Operativo Malvinas costó la vida de muchos combatient­es argentinos, pero también un número considerab­le de británicos, pérdida de barcos y aviones. A los únicos que les sirvió fue a los malvinense­s. Por fin no sólo fueron reconocido­s por el gobierno y la opinión pública del Reino Unido, sino que también se beneficiar­on enormement­e con el establecim­iento de una fuerte base militar, con la obtención de una tasa de pesca a los que explotan su litoral marítimo y alguna otra canonjía que determinó que hoy los habitantes de las islas tengan un ingreso per cápita superior al de los londinense­s. Sería un acto de justicia que les levantaran un monumento a los dos responsabl­es de este bienestar, con una placa que diga: “Thank you general Galtieri; thank you Admiral Anaya”.

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