Una guardiana entre el centeno
Otto Frank era piel y huesos cuando los soviéticos liberaron Auschwitz, el 27 de enero de 1945. Poco antes, en agosto del 44, había visto cómo las tres mujeres de su familia –su esposa Edith y sus hijas, Margot y Ana– se alejaban de él para siempre en la arcada del campo de concentración. Otto volvió a Amsterdam seis meses después. El Reich había caído, pero él había perdido todo y, a los 56 años, era el único sobreviviente de la familia. Miep Gies, uno de sus antiguos socios y cómplice del ocultamiento de los Frank en el edificio de Opekta (su empresa dedicada a la venta de pectina para fabricar mermelada), le dio algo que se había salvado de los nazis: el diario íntimo de Ana.
A Otto le llevó un tiempo leerlo. La historia era demasiado reciente (sus hijas habían muerto de tifus en febrero del 45 en BergenBelsen, supo después, en medio de una epidemia que mató a 17.000 prisioneras) y el material era demasiado intenso, no sólo porque le hacía revivir los dos años de cautiverio familiar. Los escritos mostraban a una chica que desconocía. Incluso más allá de la situación extrema que atravesaba, Ana se sentía sola, incomprendida por sus padres y revolucionada por su despertar sexual.
Otto le dijo a un amigo que la lectura lo había “decepcionado”, pero no tardó en comprender que era un documento de enorme valor. Tradujo fragmentos del holandés al suizo para enviar por carta a su familia en Basilea y comenzó a ver el diario como un proyecto editorial. Lo pasó a máquina haciendo correcciones de estilo, lo reordenó y eliminó fragmentos en los que Ana era demasiado dura con su madre, por ejemplo, o en los que aludían abiertamente a su sexualidad. Después de ser rechazada por varios sellos, la primera edición holandesa salió a la venta en junio de 1947. Het Achterhuis (El diario) contenía 45.000 de las más de 150.000 palabras que había escrito Ana.
La simplificación de la tragelo dia se consolidó poco después, en los años 50 y con la adaptación de Broadway, mientras el diario se convertía en un best-seller global que inspiraba a millones de jóvenes de posguerra. El testimonio de Ana se convirtió en el propósito excluyente de Otto, y algo bastante parecido a una obsesión. Las sobrevivientes de su segunda familia cuentan que aprendieron a convivir, hasta la muerte del Sr. Frank en 1980, con el fantasma de esa chica de 15 años encerrada eternamente en un altillo de Amsterdam.
Esta semana, mientras anunciaba un acuerdo de cooperación con la Casa Ana Frank, el ministro de Educación Esteban Bullrich dijo esa frase absurda sobre los sueños truncos de Ana, atribuyendo las tragedias del Holocausto a “una dirigencia que no fue capaz de unir y llevar paz a un mundo que promovía la intolerancia”. En 2010, Bullrich había eliminado El diario del programa de las escuelas de la ciudad de Buenos Aires, alegando que su contenido no resultaba innovador. Más allá de los argumentos de la decisión, que pueden ser válidos dependiendo de con qué se lo reemplace, el ministro no parece captar la historia compleja que hay detrás de ese ícono trágico. Ana Frank fue una narradora accidental del horror del siglo XX, y fue también, a su modo, una pequeña guardiana entre el centeno, como el Holden Caulfield que crearía el soldado J.D. Salinger poco después. Los hijos de la guerra que reinventaron la adolescencia.