La odisea de andar en bici por Montevideo
Mi vida en París me la pasé sobre dos ruedas. El primer año, en scooter, hasta que entendí que mi torpeza motorizada era peligrosa. Ahí opté por la bicicleta. Mi suscripción por 39 euros anuales me permitía usar las famosas Vélib, las bicis de la ciudad, cuando quisiera y por lapsos de hasta 45 minutos, una manera de evitar que cada cual monopolice el “vélo” como si fuera propio. No es mío ni es tuyo: es de todos.
En estos años, la bicicleta se impuso como medio de transporte en la capital francesa, para turistas y parisinos, y decidí agarrarme del manubrio de esa tendencia. Durante ocho años, descubrí también que las municipalidades tienen mucho que ver en ese cambio. Es desde allí que se decide ensanchar y prolongar los carriles para bicicletas, crear una circulación propia y estacionamientos para las dos ruedas, alentar el uso de la bici para ir al trabajo (las empresas reembol- san los gastos de trayecto de sus empleados, incluso si van en bicicleta), y multiplicar los medios de transporte. Es también desde el gobierno de una ciudad donde se piensa cómo juntar el dinero necesario, priorizando el asunto por encima de otros y encontrando un socio externo a quien se le puede dar algo, como publicidad en el espacio público, a cambio del financiamiento del sistema de bicis, considerado como uno de los transportes del futuro junto a los autos eléctricos.
Cuando llegué a Montevideo, mi amigo Ignacio me prestó eternamente la suya porque quería comprarse una nueva. Me evitó así desembolsar esos buenos mangos que él sí tuvo que gastar para andar en bici dado que acá, como el sistema de Vélib uruguayas son 8 estaciones con 10 unidades y sólo en Ciudad Vieja, cada quien tiene la suya. Con mi caballo de dientes bien blancos, empecé a ir al trabajo bordeando la Rambla y de a poco descubrí que esta ciudad, que tiene todo necesario para convertirse en la república oriental de la bicicleta, no está para nada preparada para circular en dos ruedas. Esta ciudad, con cielos de colores increíbles, ritmo pausado para el desplazamiento, clima cálido durante varios meses, poca lluvia, zonas desérticas, y con el porcentaje más alto de América latina de viajes en bicicletas realizados por mujeres (40% según un estudio del BID), casi no tiene rampas en las esquinas ni ciclovías (sólo algunas que unen las distancias entre universidades). Aquí, donde todo el mundo se desplaza por encima de la tierra porque no existen subterráneos, donde los colectivos van llenos y los autos vacíos, y donde todos se quejan del crecimiento exponencial del parque automotor en los últimos diez años, hay que pelearse para apropiarse de al menos el apoya brazos del trono del rey: las cuatro ruedas. Tampoco la Intendencia ni gran parte de los montevideanos parecen tener interés en que esto cambie. La municipalidad, liderada desde 1995 por el progresista Frente Amplio, genera 25% de su presupuesto gracias al cobro de las patentes y hasta proyecta construir estacionamientos subterráneos en los barrios más densos de la ciudad para seguir acumulando vehículos. A contracorriente con la tendencia de las ciudades del futuro, que desalientan el uso del auto creando zonas cada vez más peatonales, los montevideanos prefieren tocar la bocina y largar humo.