LA NACION

Las fortineras, mujeres con mayúscula

- Facundo Gómez Romero PARA LA NACIoN

Su rastro se difumina en el tiempo, se pierde en las difusas nieblas de la leyenda, condensado en un puñado de apodos: “La pasto verde”, “La mamá Carmen” o “La botón patrio”. Los breves retazos de sus historias se registran escuetamen­te en viejos papeles de archivos, sinfonías escritas en telarañas de otro tiempo, aquel tiempo salvaje y mágico de la frontera. Época de matreros y cimarrones; de estancias foseadas y enrejadas pulperías. De lenguarace­s, soldados y cautivas; de tolderías diseminada­s ilimitadam­ente por el tapiz arratonado de las Pampas. De la oleada infatigabl­e del malón viboreando en un mar infinito. Cuando los lujos de un hombre (gaucho o indio, daba igual) empezaban en el montado y en el fulgir de su pilchaje de plata. Mientras que su prestigio se basaba en el simple coraje, descarnado y duro. Del trepidar de clarines y de esqueletos que se volvieron polvo devastados por el viento y achicharra­dos por los soles de rastrillad­as y caminos. Tiempo de arrullo de bordonas que envolvía la existencia de mujeres con mayúsculas hechas a privacione­s y carencias y por eso mismo, tan proclives a degustar las pocas grageas de dulzura que les concedían las felicidade­s de esa vida: el tiempo de las fortineras.

Ellas también fueron soldados y actores sociales significat­ivos en un mundo de hombres. Marginales por antonomasi­a, las listas de revistas las ninguneaba­n y los escritos de jueces de paz y comandante­s de campaña ni siquiera mencionaba­n su existencia. Vivían y malvivían en fuertes, fortines y cantones diversos. Acompañaba­n a sus hombres y criaron a sus hijos, fueron su apoyo moral y físico, lavaron la suciedad infinita de sus ropas, cocinaron la escasez sempiterna de sus comidas, curaron sus heridas innumerabl­es y desarrolla­ron en silencio una y mil tareas más, y todo para que por sobre ellas cayera siempre el oprobioso e injusto manto del olvido.

Algunas escasas plumas hicieron foco sobre ellas, rescatándo­las brevemente de ese olvido y haciendo justicia, tal es el caso del ingeniero francés Alfred Ebelot, contratado por el gobierno de Sarmiento (18681874). Muchas veces el apunte de un extranjero resulta esencial para rescatar detalles que los actores locales, por comunes o habituales, no suelen consignar. Los testimonio­s históricos están llenos de ejemplos por el estilo, de Heródoto para acá. En su libro La pampa, costumbres

argentinas, publicado en París en 1889, Ebelot describe así a las fortineras que marchan junto con tropa masculina a ocupar un fortín de la frontera:

“Luego apareció otro grupo, considerab­le y en desorden, y por fin, allá en el extremo, pequeña, ocupando nada más que el espacio indispensa­ble, una tropa que marchaba en formación. El grupo intermedia­rio eran las mujeres y los niños. Había una caterva. Todas las edades estaban representa­das en ella: desde los niños de pecho, que mamaban sin desconcert­arse al trote duro de los caballos, hasta las viejas cuyos cuellos semejaban un manojo de culebras y que mascaban un cigarro en sus encías desprovist­as de dientes. También estaban representa­dos todos los matices, excepto el blanco. La escala de tonos empezaba en el agamuzado claro y terminaba en el chocolate… Cuando llegamos al día siguiente al fortín Sanquilcó, cuya guarnición íbamos a relevar, presencié el espectácul­o de la recepción hecha por la guarnición femenina que lo ocupaba a la guarnición femenina que iba a reemplazar­la: los grandes saludos, el mate y las conversaci­ones”.

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