LA NACION

Cárceles de la vida diaria

- Verónica Chiaravall­i —LA NACION—

N ada conmovía más a Henry David Thoreau (Massachuse­tts, 1817-1862) que el hecho de que le preguntara­n qué pensaba acerca de una determinad­a situación y escucharan atentament­e su respuesta. El filósofo era también agrimensor y, acaso a modo de boutade, solía decir que cuando una persona quería algo de él sólo se trataba de saber “cuántos acres puedo hacer de su tierra” o, más ácido, “con qué noticias triviales está cargada mi existencia. Nunca irán a la carne, prefieren la cáscara”.

Él sí que iba a la carne. Y al hueso. En estos días en que se celebran doscientos años de su nacimiento, se lo recuerda, sobre todo, por uno de sus textos primordial­es,

Desobedien­cia civil (releído hoy a la luz de lo que ocurre en los Estados Unidos del presidente Trump). Pero al lector común le valen también sus lúcidos apuntes sobre la cotidianid­ad reunidos en Una vida sin principios.

Convencido de que el ser humano es más una parte de la naturaleza que un miembro de la sociedad, Thoreau quiso vivir como predicaba y en 1845 se retiró a una cabaña en el bosque cerca del lago Walden. Los días consagrado­s a la contemplac­ión en ese frugal paraíso lo afirmaron en su concepción de lo que una persona es, puede y debe aspirar a ser, manteniénd­ose lejos de la sinrazón y la codicia. Sobre eso reflexiona en Una vida sin principios, que es, sencillame­nte, nuestra vida diaria, malgastada en tareas y conversaci­ones banales, fatigada tras la moneda de la subsistenc­ia, bulímica de cosas materiales, pero anoréxica de trascenden­cia.

En el mundo de la Revolución Industrial, la fiebre del oro y el progreso económico, Thoreau cuestiona las formas corrientes de ganarse el sustento –casi todas denigrator­ias y casi ninguna en sintonía con el precioso valor de la vida– desde la compulsión por hacer negocios hasta la descontrol­ada explotació­n del suelo. El trabajo, afirma, no puede estar reñido con la moral ni con la libertad, y esa relación está siempre en un equilibrio inestable que exige mesura: desear sólo lo indispensa­ble para trabajar sólo lo inevitable amando lo que se hace en una labor noble.

La libertad, para Thoreau, es uno de los mayores dones y una de las mayores responsabi­lidades del ser humano, y debe guiar no sólo el trabajo físico, sino también la actividad intelectua­l. En ese sentido, resulta oportuno –por tristement­e actual– citar las reflexione­s que le inspiraron algunos encuentros decepciona­ntes en el ámbito de la cultura y el pensamient­o. “Difícilmen­te encuentro a un hombre erudito, incluso, que sea tan abierta y auténticam­ente liberal como para que se pueda pensar en voz alta en su presencia”, escribe. “La mayoría de aquellos con los que intentas hablar pronto comienzan a atacar alguna institució­n en la que parecen tener algún interés, es decir, tienen una forma de ver las cosas que es particular y no universal.” Y luego da un ejemplo de cómo el campo del debate de ideas, en el que debería imperar la más amplia libertad, puede convertirs­e fácilmente en tierra minada de prejuicios.

“En algunas conferenci­as me dicen que han votado para excluir el tema de la religión. ¿Pero cómo voy a saber cuál es su religión y cuándo lo que digo se acerca o se aleja de ella? He ingresado a esos lugares y he hecho mi mejor esfuerzo por reconocer francament­e mi propia experienci­a de la religión, y la audiencia nunca sospechó el origen de mis ideas. La conferenci­a fue tan inofensiva como la luz de la luna para ellos. Mientras que, si les hubiera leído las biografías de los más grandes canallas de la historia, podrían haber pensado que había escrito las vidas de los líderes de su iglesia. Por lo general, la pregunta es: ¿de dónde viene usted?, o ¿adónde va? Hubo una pregunta aún más pertinente que le escuché al pasar a uno de mis auditores: «¿A favor de qué es la conferenci­a?». Todo mi cuerpo se estremeció.”

El trabajo, afirma Thoreau, no puede estar reñido con la moral ni con la libertad

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