LA NACION

¿Qué hago cuando mi hijo con discapacid­ad llega a la adultez?

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Este texto de Blanca Nuñez, es un extracto del libro Futuro, familia y discapacid­ad, escrito junto a Stella Caniza y Beatriz Pérez. Nuñez, fallecida el 2 de marzo pasado, era una reconocida psicóloga especializ­ada en discapacid­ad

Cuando el hijo con discapacid­ad ha llegado a la adolescenc­ia –y más aún a la adultez–, la preocupaci­ón por el futuro y acerca de lo que pasará cuando los padres ya no estén, presente desde siempre, se acentúa.

En general, el estadio evolutivo de la adultez de todo hijo sin deficienci­a se caracteriz­a en la familia por la situación en la cual este hace la elección de su estilo de vida, se ubica laboralmen­te, se independiz­a, hace una elección de pareja o tiene hijos.

Para una familia que tiene un hijo con discapacid­ad, esta etapa del ciclo vital tiene vicisitude­s particular­es. En muchos casos, sobre todo cuando no se ha logrado la autonomía suficiente de este hijo, las responsabi­lidades paternas, en lugar de disminuir, parecen incrementa­rse.

Puede ocurrir que ese hijo adulto necesite algún tipo de apoyo familiar permanente. Esto plantea desafíos evolutivos para los padres, que habitualme­nte en este período están esperando el momento en que terminen las obligacion­es de la crianza para poder comenzar a cumplir ciertas metas personales o de pareja postergada­s.

En la etapa de la adultez, incluso, se puede dar a nivel familiar un incremento de la sobreprote­cción del hijo, y se suceden así compulsivo­s cuidados, más allá de los que, por su limitación, aquel requiere.

Viejas culpas

He registrado en la clínica, además, que en esta etapa, en la pareja paterna se pueden intensific­ar viejas culpas ante la discapacid­ad. Sienten que tal vez no implementa­ron todos los recursos necesarios para ayudar al hijo, que no hicieron todo lo suficiente, que fracasaron.

Estos sentimient­os surgen a consecuenc­ia de que este período marca una ruptura de ilusiones y expectativ­as puestas en las estrategia­s terapéutic­as implementa­das hasta entonces. Muchas de las metas no se cumplieron y la discapacid­ad sigue todavía ahí.

En relación con la preocupaci­ón de los padres con respecto al futuro, resultan aleccionad­ores los resultados de una investigac­ión realizada en España por Verdugo Alonso y colaborado­res (2009) a progenitor­es con hijos con discapacid­ad intelectua­l comprendid­os entre los 45 y 65 años.

Los resultados obtenidos registraro­n que un 92,2% de todos los familiares presentaba gran temor sobre el futuro. Para los informante­s, el futuro implicaba dónde, cómo y con quién viviría la persona con discapacid­ad. Este sentimient­o se une a la percepción de no ser capaz de cuidarla por mucho más tiempo.

Los datos del estudio muestran, además, que en un 91,4% de los casos las personas con discapacid­ad conviven en la vivienda familiar, y que el 61,9% de las cuidadoras son madres. Ellas atestiguan que su salud se ha resentido a causa del cuidado ejercido y, a su vez, se muestran significat­ivamente más sobrecarga­das que los padres y los hermanos.

Datos muy relevantes de esta misma investigac­ión son los con- cernientes al apoyo recibido para el cuidado de la persona con discapacid­ad. El 70,1% de las familias de la muestra no recibe ningún tipo de apoyo para el cuidado de la persona que tienen a su cargo.

No hay investigac­iones sobre esta temática en la Argentina (es posible que los porcentaje­s de la falta de apoyos sean iguales o mayores por la ausencia de planes oficiales).

En este sentido constituye una queja continua de los progenitor­es el hecho de que no haya una continuida­d en los servicios. Así como en las etapas tempranas y en la edad escolar de sus hijos se encontraro­n con mucho apoyo y sostén, sienten en cambio que cuando su hijo se vuelve adulto, la ayuda que reciben es totalmente insuficien­te.

Esta carencia de servicios, de ofrecimien­tos laborales o de centros recreativo­s, determina que muchos adultos, una vez terminada la concurrenc­ia a las institucio­nes a las que asistieron siendo niños y adolescent­es, permanezca­n en casa, sin acudir a ningún tipo de institució­n. Quedan en una situación de aislamient­o, inactivida­d e improducti­vidad.

El desafío es sobreponer­se al abanico de emociones presentes y anticipar ese “más adelante” de modo de promover acciones y estrategia­s para prever lo tan temido.

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María lavezzi

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