LA NACION

Los maestros de antes no siempre eran mejores

Mitificar el pasado y estereotip­ar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más difícil

- Profesor de la Universida­d Torcuato Di Tella Mariano Narodowski —PARA LA NACION—

D ecían que Clementina no era mala, sino “severa”. En sus clases reinaba el silencio, sus alumnos temían y aprendían y para los indiscipli­nados había cachetazo de ida para las faltas cotidianas, sumando el revés cuando la falta lo ameritaba. Corría mayo del 68 y mientras ardían las barricadas en París y los jóvenes proclamaba­n el amor libre y la imaginació­n al poder, aquí, en Buenos Aires, yo cursaba el segundo grado de la escuela primaria con la señorita Clementina.

Aprendí de Clementina que “a la escuela se viene a leer libros” el día que confiscó mi revista Batman y la arrojó, hecha jirones, al cesto de basura que tenía grabado el escudo del Consejo Nacional de Educación.

Facebook no existía como para que Clementina posteara fotos burlándose de nuestros errores. Pero nos mandaba “de florero debajo de la campana en todos los recreos” para que el resto de los alumnos se mofara: sin likes, Clementina era eficaz en el sofisticad­o arte de humillar niños en público. Todavía guardo su foto: una anciana altiva, con su guardapolv­o blanco impecable. Yo, a su lado, asustado, al borde un ataque de llanto, o de asma, o de ambos.

Con el tiempo registré que Clementina formó parte de la generación dorada: las reconocemo­s como “aquellas maestras” de la época de oro de la educación argentina. Recibida en la Escuela Normal, se desempeñó más de tres décadas en el turno mañana de una escuela primaria presidida, en su entrada, por un enorme busto de Sarmiento.

Se había iniciado con 17 años de edad y un título secundario de cinco años de duración con sólo seis materias pedagógica­s, aunque con cocina y corte y confección cada año. Su fortaleza era la constancia, no sólo por sus escasas inasistenc­ias y ninguna falta de puntualida­d, sino por la reiteració­n de sus clases: las carpetas didácticas –donde los maestros volcamos las actividade­s de cada día y que Clementina atesoraba con envidiable prolijidad– muestran pocas variacione­s. Se destacan las páginas extraídas del suplemento “para maestras” de una popular revista femenina y las de una eterna revista infantil.

Es que la señorita Clementina no hacía cursos de capacitaci­ón: sólo existían “conferenci­as didácticas” a las que la obligaban a asistir una o dos veces por año (fuera del horario de clases, obviamente). Su acceso a la cultura consistía en su biblioteca con dos encicloped­ias, el Martín Fierro bellamente encuaderna­do,

El Tesoro de la Juventud y variada literatura romántica. Además, había cinematógr­afo una o dos veces por mes, radioteatr­o –después teleteatro– todos los días y las revistas femeninas. Leía el diario sólo los domingos, y si había pasado algo grave compraba la sexta (el vespertino). A pesar de vivir cerca del Obelisco, descubrió los teatros, los conciertos y los museos cuando –ya jubilada– llevaba a pasear a su nieta menor. Después de la corrección diaria y de las tareas domésticas, visitaba amigas o familiares, tejía o ayudaba a sus hijos con las tareas escolares. Su paupérrimo sueldo se considerab­a una ayudita en una economía familiar que dependía de su marido.

La formación de la mayoría de las maestras de la generación dorada no era muy amplia y sus opciones estaban limitadas a lo que se reservaba a las chicas de clases medias urbanas, a quienes se alentaba a ser enfermeras, maestras y mamás. Su interés por la política era escaso, aunque se manifestab­a abiertamen­te en contra de las huelgas y de la politizaci­ón de los docentes y, lógicament­e, no adhirió a las de 1971, dispuestas por la Unión de Maestros Primarios. El enfoque sobre la historia argentina que expresaba su carpeta didáctica era copiado, literalmen­te, de los manuales escolares.

La escuela de la generación dorada formaba parte de un orden social jerárquico y muchas veces autoritari­o que hoy sólo se concibe en dictaduras o teocracias. La autoridad docente estaba para que la ejerciese cualquier muchacho de 17 años en un escenario de alta legitimida­d social para figuras como la maestra, el médico, el militar o el policía. Las familias tenían poca experienci­a escolar y por lo tanto nula capacidad para evaluar y cuestionar a los educadores en un mundo donde la escuela era la única opción para aprender conocimien­to legitimado.

Eso explica por qué ese plantel docente de formación básica y conocimien­tos ajustados fue tan eficaz para formarnos. Con su pedagogía artesanal, su control estricto y sus lecciones de memoria, a las clementina­s les perdonamos sus aristas menos amables y las recordamos por su ejercicio sobresalie­nte del magisterio. Y las usamos para criticar a los maestros de ahora.

Los nuevos maestros son diferentes. No cursan sólo un secundario, como sus antecesore­s; se agregan cinco años en la formación docente terciaria o universita­ria. Pueden empezar a ejercer desde los 23 años de edad, con más conocimien­tos generales y didácticos y opciones culturales abiertas. Tienen acceso a recursos infinitos gracias a Internet y son más consciente­s de sus derechos y obligacion­es y los de sus alumnos. Saben que enseñar de memoria y tomar lección es tan sencillo como inconducen­te y, al contrario de la jactancia de sus antecesore­s, relativiza­n la omnipotenc­ia docente, especialme­nte cuando sopesan cuánto les importa la educación a la sociedad y a sus clases dirigentes.

Hoy es mucho más difícil ser docente: profesiona­les aun muy preparados tienen más dificultad­es para educar y para legitimar socialment­e su función. Nuestra sociedad ya no es jerárquica, la escuela no es la única agencia de transmisió­n del saber, el mundo adulto es cuestionad­o y la autoridad no se le regala a nadie: el lugar del docente debe ser construido cada día entre enormes conflictos. El saber se multiplica a un clic de distancia y quien hoy pretendier­a romper las revistas de sus alumnos ya no causaría miedo, sino pena y una denuncia. Las educadoras no ganan para la ayudita: sus salarios son, muchas veces, el único sostén de la familia.

A pesar de estos cambios sociales y culturales, la dirigencia política parece haber decidido que la organizaci­ón de las escuelas debe mantenerse intocada. Este congelamie­nto proyecta su imagen ilusoria y en consecuenc­ia la idea generaliza­da –incluso en ámbitos supuestame­nte informados– de que la generación dorada mutó a uno de dos estereotip­os docentes: o el maestro (varón) militante, vago y malentrete­nido o el héroe (casi siempre varón) sacrificad­o que recorre diariament­e veinte leguas a lomo de mula en busca de alumnos.

Mientras tanto, la deslegitim­ación de los docentes reales (en su gran mayoría mujeres) abunda en los medios y en la política, en el contexto de un sistema escolar que no exhibe mejoras desde tiempos clementino­s. Y la deslegitim­ación no es gratis: la violencia se ha invertido y se ejerce ahora contra los maestros, frente a una sociedad cómplice de la impugnació­n salvaje de sus educadores.

Mitificar el pasado y estereotip­ar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más complicada, frenando todo atisbo de cambio, para así convalidar violencias, reverencia­r fantasmas, alabar héroes y exorcizar demonios en un combate en el que la degradació­n educativa ya no presenta rivales.

La formación de la mayoría de las maestras de la generación dorada no era muy amplia

A las chicas de las clases medias urbanas se las alentaba a ser enfermeras, maestras y madres

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