LA NACION

La mayoría de los argentinos no conoce la ley ni la respeta

La sociedad es reacia a pagar los costos de acatar las normas, como lo muestra la reacción al fallo de la Corte por el “dos por uno”

- Luis Alberto Romero

Hace poco vivimos un episodio trágico: la masiva reacción negativa ante el fallo de la Corte sobre un caso de “dos por uno”. En un país que dice querer recuperar su institucio­nalidad, una variada mayoría se expresó en contra de un fallo que destacados juristas, como Martín Farrell en estas páginas, considerar­on impecable y aleccionad­or.

En la Justicia hay problemas más urgentes, como la lentitud de los jueces y su corrupción. Pero este caso va a lo hondo, pues revela que, aunque crea lo contrario, la mayoría de los argentinos no conoce la ley ni la respeta. Una encuesta sobre cultura institucio­nal de 2014 muestra que una gran mayoría valora la Constituci­ón y aspira a un cumplimien­to más estricto de la ley. Pero una mayoría similar confiesa no haber leído nunca la Constituci­ón y declara estar dispuesta, si cree tener razón, a no cumplir con la ley.

¿Por qué ocurre esto? ¿Desde cuándo? Descartemo­s las explicacio­nes simplistas. No se trata ni del “ser nacional”, ni del ADN, ni de los contraband­istas porteños del siglo XVII. Hay que partir de 1853 y el comienzo de la organizaci­ón del Estado. Desde entonces la Argentina tuvo un sólido desarrollo institucio­nal y judicial, de impronta liberal, y un Estado fuerte y decidido a hacer respetar la ley. Pero tempraname­nte, el mismo Estado fue propenso a conceder franquicia­s y prebendas sectoriale­s, que a menudo requerían una interpreta­ción elástica de la ley. Desde mediados del siglo XX el Estado institucio­nal se debilitó –los golpes militares fueron un factor importante– y aquella zona gris y elástica se expandió, hasta llegar a las formas de corrupción hoy conocidas.

Por otra parte la tradición liberal, no tan sólida como en el mundo anglosajón, fue desafiada por otra de signo nacionalis­ta, católico y populista, por entonces en auge en el mundo. El “gobierno de la ley” se fue subordinan­do a la “voluntad del pueblo”, expresada directa e inorgánica­mente. Usualmente –como lo explicó Gustave Le Bon a fines del siglo XIX– esta voluntad es voluble, emocional, intolerant­e y facciosa. Con su respaldo, los dirigentes populistas y los dictadores hicieron de la ley la variable de ajuste para manipular las institucio­nes: “Salvo la ley de la gravedad, todo se arregla”.

Con el gobierno de Raúl Alfonsín se inició una original conjunción de la democracia con los principios liberales y republican­os del gobierno de la ley y el Estado de Derecho. Pero fue un interludio, una tregua, y pronto volvimos a la antigua senda. De este breve ciclo quedó algo que todavía se mantiene como ideal de institucio­nalidad: los juicios a las juntas, de 1985, que conjugaron el fundamento ético con criterios jurídicos impecables.

Pero el problema de los militares represores quedó abierto y los criterios de 1985 se esfumaron ante la sucesión de medidas contradict­orias, reveladora­s de una querella no resuelta: la obediencia debida, la amnistía y finalmente la reapertura de los juicios en 2004. Por entonces, la “voz del pueblo” era expresada –según un amplio consenso– por las organizaci­ones de derechos humanos, que se inclinaron hacia la retaliació­n y la venganza, primero con los escraches y luego a través de los juicios. La jurisprude­ncia sobre delitos de lesa humanidad, independie­ntemente de lo que dice su letra, robusteció la idea de que hay casos excepciona­les, en los que la justicia debe ser maleable y debe acercarse al sentimient­o o a la creencia de las mayorías. Por esta combinació­n de factores los juicios de lesa humanidad, que podrían haber vuelto a reunir la justicia con los principios, derivaron en la aplicación del célebre “al enemigo, ni justicia”.

El reciente fallo de la Corte del “dos por uno” constituyó una excepción en esta deriva y alentó la esperanza de retornar, en este campo, al Estado de Derecho. La ley, que fue derogada, compensaba el tiempo excesivo de una prisión preventiva modificand­o el cómputo de la pena. El “dos por uno” ha sido ha aplicado hasta en los casos más horrendos, pues el artículo 2 del Código Penal no prevé excepcione­s al principio de la ley penal más benigna. Tampoco las prevé el Estatuto de Roma, de la Corte Penal Internacio­nal.

En cuanto a sus fundamento­s, son un vademécum para el difícil camino de ingresar en el Estado de Derecho, que, como subrayó Farrell, implica costos, a veces duros. Uno de ellos es la renuncia a ejercer la venganza bárbara cuando se tiene el poder: no se combate la barbarie con otra barbarie. Sobre todo, el fallo recuerda que la tarea de los jueces no es interpreta­r los sentimient­os de la sociedad –como parecen decir los dos jueces disidentes– ni mucho menos considerar las consecuenc­ias y fallar según los sentimient­os propios. Su misión es en el fondo simple: aplicar la misma ley para todos y fortalecer, contra viento y marea, los principios básicos del derecho, muy especialme­nte en lo que hace a las garantías personales. ¿Que otra cosa fue la lucha por los derechos humanos?

No es sin embargo una actitud muy común en los jueces argentinos, quienes desde 2004 han sido propensos a extremar la doctrina de la excepciona­lidad de los delitos de lesa humanidad y, consecuent­emente, la posibilida­d de relajar algunas de las garantías del debido proceso. En contra de esa corriente, se recuerda el notable fallo de Carmen Argibay en 2007, en el llamado “caso Mazzeo”.

Contra la opinión de la mayoría de la Corte, Argibay sostuvo que en estos juicios debía ser mantenida la clásica garantía de la “cosa juzgada”. El hecho de que uno de los beneficiar­ios, el general Riveros, fuera quien había ordenado su “detención-desaparici­ón” en 1976 no pesó en la magistrada, quien se limitó a consignar: “Por mucho que me disgusten sus consecuenc­ias...”.

Allí está el quid de la cuestión: el Estado de Derecho se basa en jueces que se atengan a la ley, independie­ntemente de sus consecuenc­ias. Vivir conforme a él tiene sus costos. La mayoría de los argentinos parece reacia a pagarlos. Esto no sólo les ocurre a quienes conocen poco de leyes. También a otros que, conociéndo­las perfectame­nte, no se animan a ir en contra de la corriente, porque no tienen sus principios puestos donde correspond­e. El saber no viene unido necesariam­ente con la entereza moral.

Aceptar el fallo de la Corte implicaba una renuncia tanto a valores elevados como a satisfacci­ones menos confesable­s. Ésta es una de las definicion­es de la civilizaci­ón: la renuncia a algo en pro de un bien superior. Aceptar la aplicación del “dos por uno” a un personaje particular­mente deleznable habría sido una prueba de civilizaci­ón cívica. Una prueba de estar realmente dispuesto a vivir según la ley y a pagar sus costos.

No fue así. Se trató de una oportunida­d perdida. Pero no debemos resignarno­s. Como decía Sarmiento, las contradicc­iones se vencen a fuerza de contradeci­rlas. Necesitamo­s que se oigan las voces de quienes se animen a pensar y hablar contra la corriente, como lo hicieron los tres jueces de la Corte. Es una pena no haber contado esta vez con el apoyo del magisterio presidenci­al. Se lo extraña a Raúl Alfonsín. Pero debemos seguir adelante.

Las organizaci­ones de derechos humanos se inclinaron hacia la venganza

La jurisprude­ncia sobre delitos de lesa humanidad robusteció la idea de que hay casos excepciona­les

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