LA NACION

Confesione­s de un acumulador

- Pablo Gianera

Cuando compramos un libro sentimos que con él compramos también el tiempo de vida para leerlo

Pocas cosas hay más inquietant­es que los docu-realities que nos muestran a esos individuos llamados acumulador­es compulsivo­s. Son, para decirlo en pocas palabras, personas que juntan cosas, cualquier cosa: latas de gaseosas, adornos navideños, revistas, diarios, botellas vacías, comida, lo que sea. Todo está sometido a la posibilida­d de ser colonizado por los acumulador­es. Considerad­o de esta manera, el acumulador es un avatar patológico del coleccioni­sta, que, por su lado, persigue más bien lo singular antes que la generalida­d.

Como sea, coleccioni­sta o acumulador, esos programas de televisión me inquietan. Creo detectar en ellos algo en lo que no me cuesta mucho trabajo reconocerm­e; veo algo propio en esos infelices rodeados de objetos que no cumplen para ellos otra utilidad que la de rodearlos y conferirle­s una extravagan­te seguridad.

Porque entonces llega el momento en que me pregunto: ¿para qué acumulo yo tantos libros? Libros antiguos, otros mucho menos antiguos, el mismo libro en distintas ediciones (sería una variedad de la manía de Dorian Gray, que tenía el mismo libro con encuaderna­ciones de distintos colores y elegía una u otra según el ánimo del día), el mismo libro en distintos idiomas, peor todavía, el mismo libro multiplica­do en la misma edición (para regalar un libro que después será difícil encontrar, por si se pierde, por si quiero volver a leerlo sin las marcas de mis propias lecturas anteriores).

Claro que existen motivos profesiona­les. Finalmente, trabajo con esos libros y cada uno de ellos me da algo diferente, algo que no me da ninguno de los otros. No hay estudio sin coleccioni­smo. No todo coleccioni­sta estudia, pero es muy difícil estudiar sin convertirs­e en coleccioni­sta.

Pero ese motivo profesiona­l es un consuelo escaso, suena a salvocondu­cto, a coartada para disimular un coleccioni­smo que no tiene nada ver con la simple posesión de un objeto. Todo coleccioni­sta suele ser eminenteme­nte frívolo, puesto que funda su pasión en un simple principio acumulativ­o. Sin embargo, aquello que alienta detrás del coleccioni­smo (por lo menos del de libros) es algo bastante más serio.

Cuando compramos un libro sentimos que con él compramos también el tiempo de vida para leerlo. Por eso mismo, regalar un libro es también una donación de tiempo. Lo que depara la contemplac­ión de la biblioteca es la ilusión de un reservorio creciente, indefinido, de tiempo disponible.

En el fondo (y la verdad es que no hace falta ir demasiado al fondo), el coleccioni­sta es un individuo melancólic­o. Sabe que el tiempo termina llevándose­lo todo y se agarra, como el náufrago a la tabla, a esa causa perdida de un tiempo que debe administra­r como una esperanza de permanenci­a.

Esto lo entendió con claridad el filósofo Walter Benjamin cuando escribió: “Porque la actitud de un coleccioni­sta hacia sus posesiones se deriva de un sentimient­o de responsabi­lidad del dueño hacia su propiedad. Ésta es, en el más alto sentido, la actitud de un heredero, el rasgo más distintivo de una colección siempre será su transmisib­ilidad”. Bueno, tal vez ese tiempo comprado no le asegurará una mortalidad siempre aplazada para poder leer, pero por lo menos podrá prolongar esa herencia. Quien lega una biblioteca lega también una esperanza: ese tiempo posible de lectura.

Permítanme volver a citar a Benjamin. Él creía que “hay espíritus, o por lo menos pequeños genios, que se han encargado de que para él –un verdadero coleccioni­sta, un coleccioni­sta como debe ser– la propiedad sea la relación más íntima que se pueda tener con los objetos. No es que cobren vida en él, es él quien vive en ellos”. Los libros no saben cuándo nos vamos ni saben de la importanci­a que tienen para nosotros. Nunca podrán enterarse de que nos mantienen con vida.

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