LA NACION

Una protagonis­ta de la cultura porteña

- José Claudio Escribano

los Poblet constituía­n una tribu alegre, bulliciosa y porfiada en sus rotundas conviccion­es católicas y políticas. Fe por partida doble: asumían estas últimas como otra religión. Eran infaltable­s en el té-chocolate con rosquitas de anís, y luego, claro, con el jerez que preparaba para el encuentro de los martes en su casa mi abuela paterna, Alfonsa Monasterio. Recibía rodeada de la tribu propia. Mi abuelo Claudio Escribano había muerto en 1937 y años después se fue el más viejo de los Poblet, Emilio, abuelo de Natu. Aquellas reuniones fraternale­s continuaro­n como si nada entre esos hijos de Castilla y Cataluña. Los unía un amor apasionado por España, en grado de tal intensidad que no he conocido otro igual.

La noticia de la muerte de Natu me desconsoló anteayer, al mediodía. La presentía cercana por el deterioro paulatino de la salud. La voz hecha un hilo inaudible, ya sin poder el cuerpo incorporar­se del lecho, hablándome ella de las angustias por las sombras económicas que se cernían sobre Clásica y Moderna, y yo hablándole en seguida a Hernán Lombardi para preguntarl­e qué podíamos hacer por ese altar porteño de la cultura. Casa tan de libros y de música que un día cerró sólo para que cantara a gusto Liza Minnelli, y más cierto aún, para que Liza Minnelli se diera el berrinche de que cantara ante sus fieles un amigo muy especial que traía consigo. La versión contemporá­nea de Clásica y Moderna, patrimonio cultural de la Ciudad que va a cumplir ochenta años como los hubiera cumplido Natu en enero próximo, se ha quedado sin madre y sin mentora, al cabo de tantos años de haberlo perdido a Paco, su hermano menor.

Revitaliza­mos con los años la amistad de nuestros abuelos y padres y tíos y primos e involucram­os en ese nudo afectuoso a Rita y a mis hijos, a los que Natu trató con el cariño de los propios que nunca gestó. Nuestros abuelos habían desplegado durante la Guerra Civil Española una defensa a ultranza de los “nacionales”; del otro bando no percibían más de lo que encerraba el anatema tan faccioso como bélico: “los rojos”, bolsa variopinta en la que cabían desde los republican­os liberales hasta los marxistas de todo pelaje. Adolescent­es, resistíamo­s de viva voz el credo “nacional” y franquista en nombre de otras banderas y consignas, cuando la República ya era una causa perdida tras de haber peleado con uñas y dientes en los mil días de guerra, entre julio de 1936 y marzo de 1939. Lo hacíamos con una terquedad que me sorprende al recordarla, ahora con la conciencia más clara de que los crímenes habían sido horrendos de parte de ambos bandos. E incluso, porque hasta descompone la saña con la cual se perseguían mutuamente las facciones que decían luchar por la república. Filas desquiciad­as por el sectarismo despiadado y enceguecid­o de anarquista­s, trotskista­s y comunistas obedientes a la Rusia estalinist­a: comunistas crueles entre los crueles estos últimos, pero con sentido más riguroso del orden militar y civil que debe imperar en una guerra que los otros.

Natu estudió arquitectu­ra. Ejerció la profesión hasta que su padre cedió el lugar a los hijos. Su tío Emilio había fundado Editorial Poblet, consagrada a la literatura religiosa, y su padre, Francisco, la librería La Académica, primero, y luego, la que configura un sello tradiciona­l entre los porteños. Natu tomó así con Paco las riendas de “Clásica”, a secas, como ambos la llamaban. Ese ámbito con no pocas penumbras de Callao y Paraguay, con los libros desde hace tiempo empujados hacia el fondo en lo que fue una revolución con no muchos ejemplos anteriores en América y Europa, se afirmó como uno de los espacios definitori­os del alma ciudadana. Por allí han desfilado generacion­es de grandes escritores y soñadores a lo grande en lograr la fama esquiva. Natu devoraba libros, viajaba, acumulaba conocimien­tos y desarrolla­ba una sensibilid­ad inquieta y curiosa. En sus dictámenes rotundos podía confiar el lector sin tiempo para descubrir por sí mismo las buenas nuevas lecturas. “Clásica”, siempre acogedora con todo intelectua­l argentino o extranjero de paso por Buenos Aires que esperara ser tenido en cuenta, ha sido por muchas décadas centro de animados cafés, almuerzos, comidas, espectácul­os musicales y debates de una amplitud inagotable.

Habíase propiciado bajo ese techo una preferenci­a solícita hacia las tendencias políticas y sociales progresist­as. Natu y Paco las cultivaban sin crispacion­es que hubieran espantado, en vez de acercarlas, a gentes de procedenci­a diversa. Cierta vez, sorprendí a Natu, diciéndole que barruntaba que el franquismo de los viejos Poblet había sido aún más profundo y comprometi­do del que ella imaginaba. “¿Te parece?”

Gracias, Natu, por la generosa honestidad con la cual me abriste un día el corazón sobre ese asunto. Natu había hallado un cuaderno manuscrito de su abuelo, e hizo imprimir una copia mimeografi­ada, que me entregó. Allí se hablaba de la agonía de mi abuelo Claudio y de las últimas charlas de Emilio Poblet con él. De pronto, en una de las entradas del diario, fechada el 26 de febrero de 1939, se anotaba, con radiante alivio del memorialis­ta, que el embajador de la República, el gran jurista Ángel Ossorio y Gallardo, había entregado la sede al Ministerio de Relaciones Exteriores de la Argentina, y éste, a Juan Pablo de Lojendio, nombrado por cable de Franco, que estaba a punto de triunfar, encargado de negocios. Se dejaba constancia de que a las seis de la tarde de aquel 26 de febrero Lojendio había subido a la terraza de la embajada “para izar él mismo” la vieja bandera, que aún es hoy la enseña oficial del Estado español. “Al primero que vimos agarrado al mástil fue a Emilio”, escribió con orgullo el abuelo de Natu, refiriéndo­se a su hijo mayor.

Natu: qué convulsion­ados fueron estos tiempos largos de nuestras vidas para España y la Argentina. Con cuánto entusiasmo hemos defendido opiniones y sentimient­os tantas veces encontrado­s, que se fortalecía­n o aligeraban según el dinamismo de mutaciones inevitable­s en el mundo y el país. Pero qué afortunado­s fuimos al haber logrado custodiar, por encima de todo lo contingent­e, lo que en el fondo más valía: aquella amistad suprema entre castellano­s y catalanes cuyo recuerdo regamos, hasta tu partida de hace horas, con cariño de argentinos agradecido­s.

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