LA NACION

El debido proceso de la reforma constituci­onal

- Antonio Boggiano Ex presidente y ex juez de la Corte Suprema de Justicia

En virtud del artículo 30 de la Constituci­ón Nacional, la ley de necesidad de la reforma de 1994 habilitó al poder constituye­nte a reformar su artículo 86 inciso 5º y permitió modificar el procedimie­nto de designació­n de los jueces de la Nación. No a reformar la duración de su mandato regido por el artículo 96 de la Constituci­ón.

En rigor, la ley de necesidad de la reforma fue sólo una autorizaci­ón para que la convención modificara, exclusivam­ente, las cuestiones que aquel artículo, el 86 inciso 5º, regulaba.

Ahora bien, surge como asunto preliminar interpreta­r el alcance de la ley de necesidad de la reforma. Esta es una cuestión de derecho, pero también de valoración moral y política. Es decir, la interpreta­ción de la ley de la reforma, clásicamen­te interpreta­da de modo estricto, pudo interpreta­rse también extensivam­ente, flexibleme­nte, con el fin de consagrar valoracion­es políticas. En el caso Fayt (1999), la Corte hizo una interpreta­ción estricta, ni amplia ni restrictiv­a. No extensiva y amplia, sino apegada al texto y al espíritu de la ley de la necesidad de la reforma que sólo tuvo en miras mejorar el procedimie­nto de elección de jueces, no la duración de su magisterio.

¿Cómo debe interpreta­rse una ley de necesidad de reforma constituci­onal?

He aquí una cuestión de interpreta­ción constituci­onal de enorme gravedad institucio­nal. El respeto a la Constituci­ón exige que su reforma se haga como ella misma lo establece, pues, de lo contrario, no habría reforma constituci­onal, sino una Constituci­ón dictada por una convención que subreptici­amente asumiría el poder constituye­nte originario, no derivado como, obviamente, es el que sólo puede ejercerse en caso de reforma. Esto es crucial. Si la convención pudiera asumir poderes no fijados en la ley de reforma, todo el proceso quedaría apartado del procedimie­nto de reforma previsto en la propia Constituci­ón.

Si la convención no debiera atenerse estrictame­nte a las materias de reforma establecid­as en la ley de necesidad de reforma, aquella reformaría la Constituci­ón asumiendo un poder constituye­nte que el Congreso no le otorgó. Sólo pudo otorgarle un poder constituye­nte derivado con fuente en la ley de necesidad de la reforma. De lo contrario, la convención ejercería un poder no emanado de la Constituci­ón, inconstitu­cional, tal como se juzgó en el caso Fayt.

Sin embargo, surge siempre la pregunta acerca de si esa interpreta­ción jurídica no es también una cuestión de interpreta­ción política. ¿Es posible? La Corte podría hacer una interpreta­ción amplia, finalista, que contemple valoracion­es morales y políticas. Podría “interpreta­r” que la ley de necesidad de reforma constituci­onal objetivame­nte permitiese una comprensió­n extensiva, pero no cualquier ampliación exorbitant­e. ¿Podría interpreta­r que la autorizaci­ón para reformar el artículo 86 inciso 5º implicó, por comprensió­n sistemátic­a y finalista, la autorizaci­ón para reformar el artículo 96, normas que, en esta visión, presentan un complejo normativo inescindib­le, si se quiere reformar el sistema de designació­n de los jueces federales? Esta comprensió­n amplia y finalista podría considerar­se una interpreta­ción política. Ahora bien, alguien dirá que, si la Corte la elige, es jurídica. Pero también política. Nadie puede negar que la interpreta­ción de la Corte es válida, eficaz y observable. La Corte dice lo que es la Constituci­ón. Al interpreta­rla y aplicarla, la Corte hace de la Constituci­ón un hecho.

Escudriñem­os bien este asunto por la “necesidad” de mantener el procedimie­nto y el contenido de la reforma en el ámbito autorizado por la Constituci­ón misma, en virtud de la ley de necesidad de la reforma.

La convención no puede reformar cualquier cosa que a ella le plazca más allá o más acá de la ley de necesidad de la reforma, pues entonces produciría una reforma inconstitu­cional que debe declarar la Corte. No cabe establecer un principio de “deferencia” a la convención constituye­nte. Es necesario y urgente atenerse al principio de respeto y “deferencia”, si la palabra seduce, a la Constituci­ón, no a la convención constituye­nte. Bien es verdad que podría parecer mejor que la convención reformara tal o cual aspecto con una interpreta­ción mágica de la ley de necesidad de la reforma. Pero entonces, aquel punto reformado, sería sacado de la galera o de la caja de Pandora y por consiguien­te, inconstitu­cional.

Si la Constituci­ón no es un poema, que signifique cualquier cosa que a alguien le plazca, mucho menos puede serlo una ley de necesidad de reforma constituci­onal. La convención no deriva su poder directamen­te del pueblo, sino de la Constituci­ón y de la ley de necesidad de reforma dictada conforme a la Constituci­ón. La política debe sujetarse y respetar la Constituci­ón y su procedimie­nto de autorrefor­ma.

La Corte tiene el poder de juzgar sobre esa sujeción esencial a la Constituci­ón.

Con mayor razón lo mismo cabe decir del más alto respeto a la Constituci­ón misma. Es encomiable el principio de deferencia a la convención constituye­nte. Empero, este principio deberá privilegia­r siempre la deferencia a la Constituci­ón misma.

La voluntad soberana del pueblo expresada en la Convención no puede ser dejada sin efecto por el poder constituid­o. No es la voluntad soberana del pueblo, es la voluntad del Congreso expresada en la ley de necesidad de la reforma la que establece su exacto alcance. Parecería que la soberanía de la convención constituye­nte estuviese por encima de la Constituci­ón misma, la cual establece el procedimie­nto imperativo de su autorrefor­ma.

La independen­cia judicial y todos los principios constituci­onales quedarían a merced de la interpreta­ción política de los nuevos hombres de partido o de poder. Esta facilidad reformista haría de la Constituci­ón una ley sumamente flexible, si cualquier reforma viniera a ser bendecida luego por una Corte que prefiriese la convención a la Constituci­ón.

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