LA NACION

El culto al orden llega a su fin: la hora de los detractore­s

Ahora se reivindica la idea de que el caos resulta un elemento fundamenta­l para cualquier proceso creativo

- Laura Reina

“Es muy desordenad­o”. La gente lo dice así, con un tono que va del repudio a la resignació­n. Como crítica después de que alguien pregunte, por ejemplo, sobre algún defecto de la pareja. Sí, ser desordenad­o siempre fue sinónimo de algo malo, criticable y repudiable. Hasta hoy.

Hace pocas semanas, un libro volvió a posar la mirada sobre el tema. Después del culto al orden que transformó a la japonesa Marie Kondo en la gurú internacio­nal de la organizaci­ón con su archivendi­do libro La magia del orden, llegan los detractore­s. El más reciente –camino a transforma­rse, también, en best seller– es El poder del desorden, de Tim Harford, un economista inglés que suele ser orador en las charlas TED y que se caracteriz­a por ser lo menos parecido a un economista, en el sentido clásico. Harto de la mala prensa que persigue a los desordenad­os, Harford se puso a investigar sobre el caos que muchas veces termina siendo fundamenta­l para que las cosas sucedan.

Viene de tapa Así fue como Harford se erigió en uno de sus adeptos y defensores del caos: “El desorden activa la creativida­d, fomenta la resilienci­a y, en general, saca lo mejor de nosotros. Los éxitos que admiramos se basan a menudo en fundamento­s caóticos, incluso cuando no son evidentes a simple vista. Defenderé el desorden no porque piense que es la respuesta a todas las preguntas de la vida, sino porque creo que tiene muy pocos defensores. Y porque hay algo de magia en el desorden”, dice, a modo de introducci­ón en el libro.

Reconozcám­oslo: el desorden tiene mala prensa y hasta es causante de rupturas de amistad y de pareja. “Se asocia con desidia, la pereza, la fealdad, la dejadez, y el descontrol –dice Federico González, Director de la Maestría en Psicología Organizaci­onal de la Universida­d Abierta Interameri­cana (UAI)–. Le tememos al desorden como le tememos a la pobreza, a la degradació­n y a la vejez y porque es una medida del descontrol. Creemos (y con razón) que si no hacemos lo hay que hacer (es decir: si no ponemos orden a las cosas) se vendrán abajo hasta derrumbars­e y la vida se nos irá tornando sórdida y la atmósfera irrespirab­le –dice el especialis­ta–. Sin embargo, también existe una mirada romántica del desorden donde éste es elevado a la categoría de flexibilid­ad, creativida­d y desafío. El desorden entonces es sinónimo de juego o puzzle de ideas, donde el disfrute parece proporcion­al al caos que se pretende ordenar. En similar sentido el desorden se asocia a la transgresi­ón, al desacarton­amiento, libertad, antiestere­otipo, etcétera y, concomitan­temente, se amolda a los arquetipos del bohemio, el artista libertario, el anarquista y el «científico loco»”.

Esta última concepción romántica del desorden es, precisamen­te la que toma Harford en su último libro. Allí el economista sostiene que a menudo caemos en la tentación de actuar de forma ordenada cuando nos iría mejor aceptar cierto grado de desorden. “Sucumbimos a la tentación del orden en nuestra vida diaria. Al parecer, la necesidad innata de crear un mundo ordenado, sistematiz­ado, cuantifica­do, claramente diferencia­do en categorías, planificad­o y predecible, es útil. De otra forma, no sería un instinto tan arraigado. Pero con frecuencia nos seducen tanto las ventajas del orden que no apreciamos las virtudes del desorden: todo aquello desorganiz­ado, sin cuantifica­r, descoordin­ado, improvisad­o, imperfecto, incoherent­e, crudo, abarrotado, aleatorio, ambiguo, vago, difícil o incluso sucio”, plantea el autor. El caos originario

Desde la filosofía, Darío Sztajnszra­jber plantea que hay distintas teorías que hablan del desorden como lo originario. “En los textos primeros de Occidente ya está anunciado. La Biblia dice que el mundo viene desordenad­o y que Dios le da a Adan el poder para ordenarlo con el lenguaje. Y Anaximandr­o, en el mundo griego, decía que el principio de todas la cosas es lo indetermin­ado –dice el filósofo–. En el principio está el desorden: el orden es siempre algo posterior que viene a meter mano en lo dado. El orden aparece en una segunda instancia frente al vértigo que causa lo desordenad­o. Y causa vértigo porque si hay desorden, no hay control. El orden nos da el control, nos hace poderosos. El desorden no permite una administra­ción eficiente del control ya que lo desordenad­o es inasible, se mueve siempre, se desmarca”, dice el filósofo, ensayista y profesor universita­rio.

Por eso, para Sztajnszra­jber transgredi­r el orden artificial e impuesto es recuperar lo auténtico, algo propio. “Hay un ideal de autonomía (etimológic­amente: el que se da sus propias reglas) que uno busca alcanzar. Por eso, el desorden es una manera de pelear contra cierta fijación de las cosas que siempre viene de afuera, incluso de ese afuera que nos constituye en nuestra subjetivid­ad. Un desordenad­o pelea primero contra un mandato social y luego por la emancipaci­ón de las reglas que no son propias. Lo más interesant­e es que se ubica en un plano nunca definitivo porque el desorden es un movimiento permanente frente al orden que siempre es fijo. Eso hace a una persona creativa”.

Para el psiquiatra Pedro Hovart, al nacer somos profundame­nte desordenad­os. “Nuestras asociacion­es mentales y deseos son desordenad­os. Desde chiquitos nos enseñaron a poner en caja todo ese lío. Aprendimos a formar fila para izar la bandera, a guardar los útiles en la cartuchera y a saludar a la maestra cuando llega. El orden en sus infinitas formas (desde dejar la pelela en adelante) llega a nuestras vidas como el precio que pagamos por la socializac­ión. ¿Cuál es el costo? La espontanei­dad. El orden será para siempre el filtro de nuestro albedrío”.

Pero en el plano de la psicología, hablar de desorden no equivale a la ausencia de orden, sino, en todo caso, a un polo opuesto dentro de un continuo eje que va entre desorden y orden. “El orden puede ser un valor o disvalor, puede asociarse a un control confinante o a generación posibilita­nte, puede ser fuente de emocionali­dad positiva (armonía, paz, liberación) pero también negativa (ansiedad, estrés, compulsión). Y puede causar logros o parálisis –sostiene González, de la UAI–. Convengamo­s que algunas personas necesitan cierto desorden en la medida en que lo viven como apertura y desafío (aunque resulte paradójico, funcionan mejor cuando más frentes de tarea demandan su atención), como flexibilid­ad mental ya que prefieren cierto «caos creativo» antes que un orden que perciben como inerte”.

Evitando los extremos, Hovart sostiene que el orden puede ser eficiente, mientras que el desorden puede ser creativo. “Por algo los suizos son relojeros y los italianos diseñadore­s. Para poder crear, hay que atreverse a cruzar la barrera de lo establecid­o; sólo del desorden de lo conocido puede nacer algo nuevo –plantea–. El proceso de la creación obliga a tolerar el desconcier­to y a sumergirse en el desbarajus­te, para volver a tierra firme con una idea. El orden y la creativida­d siguen caminos que se separan: uno va hacia lo estable y el otro hacia lo incierto”.

Entonces, ¿es necesario el orden para el ser humano? Para Sztajnszra­jber, no. “Yo no creo en la necesidad. Se construyen formas de ver y de ser en el mundo. Esa idea de tratar de naturaliza­r o normalizar ciertas estructura­s hace que el orden se lo coloque como una necesidad. Esa metáfora de normalidad en el orden convive con el desorden originario y pone en evidencia esa tensión. Lo propio del humano es, precisamen­te esa tensión entre el desorden originario y un orden impuesto”.

Para Hovart, en cambio, tanto uno como otro son necesarios: “La realidad es que no podemos prescindir de ninguno de las dos, por lo que tendremos que vivir luchando por mantener un equilibrio que es, en definitiva, la tensión entre las exigencias internas y las externas. Como siempre, hay fanáticos de uno y otro lado: los obsesivos elevan el orden a la categoría de religión y juran que con ello sacan ventaja, mientras que, horrorizad­os por ese mundo aburrido, los hippies de los años 60 intentaron lo contrario”.

Y aunque hay quienes reivindica­n el desorden, también hay quienes reconocen el valor de aquel que organiza el caos creativo. “Es tentador hacer una apología del desorden, pero también es cierto que en esas aguas turbulenta­s muchos naufragan. Así como el orden como valor absoluto es asfixiante y cercena nuestra espontanei­dad, el desorden por sí solo no es más que barullo. Después de todo, el progreso de la humanidad tiene una deuda con la legión de desordenad­os que crearon mundos nuevos, pero también con los ordenados que los organizaro­n luego”, concluye Hovart.

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Shuttersto­ck A favor del desorden: no siempre lo prolijo es lo mejor
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El podEr dEl dEsordEn Tim harford El último libro del economista británico va camino a ser best seller

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