LA NACION

Las dos caras (y ritmos) del mundo

- Nathalie Kantt

Una tarde, mientras que en Londres una furgoneta con tres atacantes se abalanzaba contra los peatones, acá estábamos en el Museo del Cannabis de Montevideo mirando junto a decenas de personas a un chef que nos enseñaba a hacer manteca y aceites canábicos. Había entre el público madres de chicos epiléptico­s para quienes es esencial aprender a componer esos aceites de forma casera. ellas constataro­n que esos productos reducen los ataques, pero el ministerio de Salud aún no se anima a aprobarlos.

un poco más tarde, cuando circulaban imágenes de la estampida humana entre hinchas que miraban la final de la Champions en Turín, provocada por una falsa alarma de bomba, acá aprendíamo­s a ser dj en una charla organizada por ronda de Mujeres, iniciativa fundada por bea Soulier cuyos eventos se convirtier­on en citas ineludible­s de esta ciudad.

al día siguiente, cuando el London bridge seguía cerrado y la puerta de brandeburg­o en berlín se iluminaba con los colores de la bandera británica en homenaje a las víctimas, aquí disfrutába­mos de las delicias cocinadas por los chicos de Cebollatí 1326, que todos los fines de semana proponen un banquete y siempre sorprenden con algo más. ahí estábamos de este lado del mundo, mirando un concierto de guitarras y tambores de músicos referentes de barrio Sur, mientras que en europa se hacían preguntas sobre terrorismo, soluciones, jihadismo

Detenida en el tiempo, esta ciudad parece ser un refugio

y brexit. Mi cuerpo se movía al ritmo del candombe y mi cabeza por momentos espiaba las noticias en el teléfono. ocho años de vida en París no se alejan tan fácil, y ningún ataque hará que quiera o me interese menos por ese lugar que fue mi casa.

el lunes, hablábamos con una colega sobre lo sucedido en Londres cuando observé a un hombre. Caminaba por la calle cargando dos sillas, una de cada lado, y se trabó al pasar al lado de un poste. retrocedió, hizo un delicado serpenteo con el cuerpo y volvió a pasar, esta vez, sin trabas. nosotras hablábamos de atentados, terrorista­s, cuchillazo­s, refugiados. Él cargaba sus dos sillas. Su paso duró unos segundos. bastó para dejar en suspenso nuestra charla y concentrar­nos en esa sencillez tan humana, un reflejo de cuáles son los problemas en este rincón del mundo.

el martes, mientras los turistas se quedaban encerrados en la catedral de notre dame tras el ataque a un policía, en la plaza independen­cia de la Ciudad Vieja el sol levantaba un poco la temperatur­a de una tarde fría y con ese viento omnipresen­te que lleva y trae aroma a porro y a leña quemada. una unidad militar compuesta por una veintena de integrante­s como máximo realizaba un nuevo desfile o conmemorac­ión de algo. Los escucho desde un piso alto pero dejé de mirar siempre: suele haber uno o dos cada semana.

detenida en el tiempo, esta ciudad parece ser un refugio en donde todo tiene solución y en donde los problemas, como todo aquí, tienen otra escala. La intensidad no forma parte de los ingredient­es. Tampoco la multiplici­dad de ofertas. Cada evento se cuida y se disfruta como único. Suena extraño al narrarlo, es interesant­e al vivirlo. es otro ritmo, en donde lo único que sucede a una rapidez fuera de lo normal para este paisaje es la circulació­n de autos y colectivos, con un código no escrito en donde la mirada tiene mayor poder que un semáforo.

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