LA NACION

Marcos Peña, un jefe recargado

- Pablo Sirvén psirven@lanacion.com.ar Twitter: @psirven

No es una mera sensación: es bastante ostensible que hay un Marcos Peña recargado. Dicen que no es él quien cambió, sino que lo retempla la consolidac­ión positiva del rumbo económico, por más que todavía no se note en los bolsillos de la gente. Y algo también debe tener que ver la inminencia de un proceso electoral clave que polarizará entre volver al orden anterior al 10 de diciembre de 2015 o profundiza­r los cambios abiertos a partir de esa fecha. Si el año pasado fue el de los acuerdos –particular­mente en el Congreso–, éste, en cambio, es el de la competenci­a, el de empezar a mostrar las obras en marcha y el de una más intensa reconexión con el mundo.

Sean éstas u otras las razones, pocos vestigios quedan en el actual Peña del parsimonio­so adalid del “nopasanadi­smo” que supo representa­r durante el año pasado para angustia de los periodista­s que salían de su despacho del primer piso de la Casa Rosada con poco menos que nada. Eran tiempos de enfatizar la cautela porque recién arrancaban, se tomaban decisiones fuertes y todavía tenían que probar que habían llegado para quedarse cuatro años (ahora ya arriesgan ocho) por mucho que desearan impedirlo los socios del llamado “Club del Helicópter­o”.

Para ilustrar esa impávida actitud, siempre revestida de una amable sonrisa, se recurrió en esta columna, en febrero pasado, a una metáfora tremendist­a: que si Peña hubiese sido jefe de Gabinete cuando bombardear­on la sede gubernamen­tal en 1955, también habría dicho que no pasaba nada. Ahora, nobleza obliga, habría que decir que esperaría a aquella flotilla de aviones golpistas al mando de una batería antiaérea lista para defender al Gobierno con más firme determinac­ión.

Frívolos y superstici­osos creen que la fuerza la saca de los cambios capilares, la barba y el nuevo peinado con los que transita su año N° 40 de vida, como si la leyenda de Sansón hubiese reencarnad­o en este funcionari­o, ahora con un look menos inocentón y hasta más cool. Por supuesto que tales cambios son explicados como meras casualidad­es, nada premeditad­o. Casualidad­es que se convierten en muy oportunas causalidad­es.

Lo cierto es que donde el switch peñístico se percibe con mayor vehemencia es en sus periódicas y kilométric­as presentaci­ones en el Congreso. Allí, el jefe de Gabinete da rienda suelta a un desconocid­o histrionis­mo que hasta es capaz de descolocar dos veces seguidas nada menos que a Axel Kicillof. Resulta difícil evaluar qué fue más fuerte como triunfo del nuevo relato oficialist­a: si el “¡háganse cargo!” que Peña les espetó al ex ministro de Economía y a sus compañeros de bancada, en marzo último, o el más tenue y clonado que el ahora diputado opositor le devolvió al funcionari­o del Ejecutivo en su última presentaci­ón hace unos días, en tambaleant­e réplica. Si alguien cree que Peña sufre esas visitas al Congreso –la más reciente duró siete horas– es preciso señalar que sucede todo lo contrario. “Me encanta”, sorprendió a los que todavía lo hacían más atildado. Ex Marquitos se divierte cuando comprueba que al no quedarse callado y rebatirles, los peronistas se requiebran sensibiliz­ados y hasta se quedan algo atribulado­s. Como si eso no fuese suficiente, días antes de su incursión presencial en el Parlamento, Peña y su equipo respondier­on con minuciosid­ad las preguntas que los legislador­es le hicieron llegar por escrito días antes. Quien quiera consultar ese documento en https:// www.argentina.gob.ar/jefatura asegúrese de contar con tiempo suficiente para leerlo: ¡asciende a 1764 páginas!

Perjuran en el círculo íntimo de Peña que no ha sido coucheado para adquirir tan repentinas habilidade­s de filoso y avezado orador. Alegan sus exégetas que no es obra de ningún otro adiestrami­ento puntual que no sean los ocho años previos, en el gobierno porteño junto a Macri. Allí se curtió mientras adquiría experienci­a y resilienci­a: resistir la constante hostilidad del kirchneris­mo que gobernaba la Nación desarrolló su peculiar musculatur­a política.

Además, en los últimos meses, hubo varios gestos públicos que empoderaro­n más aún la figura de Peña. Desde aquel espaldaraz­o presidenci­al en diciembre –“Marcos es

Empoderado, cobra más protagonis­mo y disfruta de sus incursione­s en el Congreso

mis ojos y mis oídos”– hasta los repentinos alejamient­os de ministros y de otros funcionari­os, el jefe de Gabinete tuvo una crucial participac­ión y se volvió más temible, aunque sin perder su natural bonhomía.

Peña procura mantenerse a distancia de la intensidad, la velocidad y el afán anecdótico o por la confrontac­ión que tienen los medios. Tampoco es dado a alimentar lo que en su círculo llaman la “industria del off” (involuntar­ia cercanía aquí con Amado Boudou, que habló hace un tiempo de “los machos del off”).

Es que, por momentos, vuelve a tallar el viejo Peña al creer –no es broma, lo dice en serio– que el Gobierno genera tan pocos problemas que termina complicánd­ole la tarea al periodismo político. “Muchas veces se comen la curva”, dicen los peñistas y dan a entender –no lo expresan abiertamen­te porque, por suerte, no han perdido los buenos modales– que el análisis profundo de temas trascenden­tes en la prensa es más bien escaso. Pero tampoco están dispuestos a mostrar sus cartas más preciadas. Que cada cual atienda su juego, remedan a Antón Pirulero. Y el que no, una prenda tendrá.

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