LA NACION

Escapar de Mosul. EI retrocede, pero los civiles todavía sufren

Más de 530.000 personas abandonaro­n la ciudad iraquí desde el inicio de la ofensiva; sufren de escasez de alimentos y de agua

- Hugo Passarello Luna

MOSUL, Irak.– Primero puso el cuerpo de su hermano; luego, el de su sobrina. Descalzo, empujó la tierra con los pies. Cuando los dos cadáveres quedaron cubiertos, Mustafa les dijo a los que quedaban de su familia que ya era hora de partir. Juntos empezaron el recorrido de unos cientos de metros en calles pobladas sólo por escombros y autos incendiado­s. Mientras caminaban, pensaban que ya no podían más.

La historia de Mustafa se repite decenas de veces por día en Mosul, donde se enfrentan las fuerzas armadas iraquíes con los jihadistas de Estado Islámico (EI), que hoy controlan apenas unos kilómetros de la segunda ciudad de Irak.

Todos saben cuál será el resultado de esta batalla. Mosul volverá a las manos del gobierno y, eventualme­nte, el califato de EI será borrado del mapa de Irak. Sin embargo, nadie duda de que la pérdida de territorio no sellará el final de la organizaci­ón jihadista. Mientras, quienes pagan el precio más duro de los combates son los civiles. Desde el inicio de la ofensiva en Mosul, en octubre del año pasado, más de 530.000 personas debieron abandonar la ciudad, según la ONU. En la última semana casi 10.000 personas por día llegaban a las zonas bajo control del ejército. Hasta para buscar agua no potable al río Tigris los civiles deben arriesgar sus vidas.

“No hay comida. No hay nada de nada. Si no tenés dinero no podés vivir. Sobrevivía­mos cocinando hierbas”, dice Mustafa, sentado en una camilla en un improvisad­o centro médico militar a sólo un kilómetro del frente al que llegó dos horas después de huir esa mañana.

El médico militar apenas logra hacerse escuchar por sobre los gritos de dolor del hijo de Mustafa. “Se le puede ver el cráneo”, dice una enfermera voluntaria mientras desinfecta la profunda herida.

Desde la camilla de al lado la familia mira en silencio. Todos sonríen. El alivio de sobrevivir todavía no deja lugar al duelo por una sobrina que murió en el ataque aéreo que desplomó su casa. No hizo falta que Mustafa la enterrara. La montaña de escombros no le dejó ni un indicio de dónde estaba.

“Un francotira­dor de EI se puso en nuestro techo. Después de que se fue, dos bombas cayeron sobre mi hogar a las dos de la tarde”, explica Mustafa, que se fue con los sobrevivie­ntes a la casa vacía de al lado. “El ejército todavía estaba lejos entonces no podíamos salir. Y además si nos escapábamo­s los jihadistas nos iban a matar”, señala. “Esperamos un día encerrados.”

Los bombardeos aéreos de la coalición liderada por Estados Unidos son diarios e implacable­s. Sin ellos el ejército iraquí no podría avanzar frente a los jihadistas que, ya rodeados, luchan con la convicción de quien sabe va a morir.

Pero con ellos también caen los civiles. El 17 de marzo pasado una bomba de más de 220 kilos pulverizó un edificio donde dos jihadistas se habían apostado en el techo. Ambos murieron y, con ellos, 105 civiles que estaban en los pisos de abajo. Estados Unidos admitió haber lanzado el proyectil.

Varias ONG, entre ellas Human Rights Watch, pidieron que se termine el uso de “explosivos de amplio alcance en zonas densamente pobladas”, como el oeste de Mosul, que fulminan indiscrimi­nadamente todo a su alrededor. Más de 480 civiles murieron bajo las bombas de la coalición, según cifras oficiales publicadas por Estados Unidos. Sin embargo, la organizaci­ón Airwars, que monitorea los ataques aéreos en la región, informó que el número era ocho veces superior: más de 3800.

A fines de mayo, la fuerza aérea arrojó en las zonas controlada­s por EI en Mosul miles de panfletos para pedir a los vecinos que abandonen el área. Pero los jihadistas les impiden que se vayan y disparan sobre quienes lo intentan. Los necesitan como escudos humanos.

La ONU denunció que el 1° de junio pasado los jihadistas masacraron a 163 hombres y mujeres que intentaban huir, sin perdonar tampoco a los chicos.

Mustafa mira al médico militar, Mohammed, sacar de la planta del pie de su hijo un grueso y largo fragmento de vidrio. No termina de vendarlo cuando el chirrido de un freno obliga a todo el personal a levantar la vista.

Un blindado que llega del frente acaba de detenerse frente al hospital de campaña levantando una polvareda. De esa nube de polvo aparece corriendo un soldado que lleva entre sus brazos a un compañero con la cabeza ensangrent­ada. Los enfermeros y el médico abandonan la cura de los civiles y corren hacia él. Su misión es salvar a los soldados.

“Estoy muy ocupado. Y muy cansado”, dice Mohammed, y a pesar de que no lo menciona, sabe, como todos sus colegas, que lo peor está por venir. La última fase de la batalla será en el casco histórico de la ciudad, donde está la Gran Mezquita al-Nouri, desde la que Abu Bakr alBaghdadi, el líder de EI, declaró la fundación del califato en junio 2014. Entre esas callejuela­s todavía viven más de 150.000 civiles, atrapados entre las balas y las bombas.

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